LO que vino a decir Merkel es que ya no queda ningún lugar, ni siquiera la UE, en el que los perros se aten con longanizas, que ir cada uno por su lado haciéndole pillerías al conjunto es un suicidio político, y que en la inminente y procelosa salida de la crisis no nos está esperando un paraíso hawaiano con blancos arenales y guirnaldas de flores, sino un duro proceso de competencia y buen gobierno sobre el que hay que asentar y desarrollar el discurso del bienestar, de los derechos humanos y de la democracia globalizada que inspiran el Tratado de la UE.

En contra de lo que todavía se hace por aquí -desde los sindicatos, la oposición y desde muchos académicos complacientes- el discurso político y económico de Angela Merkel es de una lógica incontestable, y, lejos de fiar el futuro a un providencialismo difuso en el que "todo se acaba arreglando", parece decidido a mantener una coherencia absoluta entre la teoría y la práctica. Por eso su presencia y sus exigencias molestan tanto a los que creen que se puede hacer al mismo tiempo un discurso liberal y una práctica condescendiente con el modelo que nos puso al borde del abismo, o a los que, incapaces de entender qué es la Unión Europea, siguen creyendo que las relaciones entre España y Europa son "asuntos exteriores". Para la opinión pública española, que contempla la UE como una oportunidad caída del cielo, aún sigue teniendo sentido la idea de que el bienestar es una variable social y política, independiente de la economía del Estado y de esa maldad mefistofélica a la que llamamos "mercados". Pero Merkel vino a recordar que la solidaridad tiene dos direcciones, y que aquel que mejor hace las cosas tiene derecho a convertirse en el paradigma común.

Los hechos dicen que, al empuje inevitable de la crisis, la Unión Europea esta avanzando a pasos agigantados, y que una buena parte de las decisiones que se han adoptado en el último año, sin que la opinión pública le prestase apenas atención, suponen avances de integración que hace tres años parecían sueños. Y por eso asusta comprobar que, mientras la Europa oficial está razonando y actuando en función de los nuevos tiempos -cohesión fiscal, ordenación presupuestaria, refuerzos del sistema financiero, competitividad, realismo en la arquitectura y gestión del Estado de bienestar y estricta conexión entre los avances políticos y sociales y su necesario respaldo económico-, la mayor parte de la opinión pública -ciudadanos, partidos y medios de comunicación- siguen instalados en el viejo modelo, como si las proclamas encendidas sobre los salarios, las pensiones y los servicios básicos del bienestar tuviesen consistencia al margen de la fría realidad presupuestaria.

Lo malo es que, metidos de lleno en la arena electoral, y habituados a un discurso político horrorosamente cutre, localista, oportunista y falto de ideas, nadie parece capaz de leer o escuchar con sentido común ni a Angela Merkel ni a este desconocido Zapatero que, después de haber encomendado el futuro de España al providencialismo y a la demagogia, parece haberse caído del caballo en el camino de Damasco, y, una vez descontado su más que probable batacazo electoral, estar dispuesto a dar la enorme medida de un gestor casi irreconocible, capaz de afrontar el reto de poner a España en el camino del realismo liberal y democrático en el que están todas las esperanzas.

Pero tengo que reconocer que es durísimo escribir estas cosas. Porque lo que más mola, y lo que menos molestias produce, es decir que Zapatero es un frívolo, que Angela Merkel es una avanzada del neoimperialismo alemán, y que la crisis debe pagarla la banca. Lo malo es que tales cosas, que lucen mucho en la prensa de combate que ya se siente ganadora, son afirmaciones estériles, y una absoluta mentira.