hace hoy 20 años, los ciudadanos de Berlín occidental y de Berlín oriental vieron cumplidos sus sueños y, entre incrédulos y eufóricos, se lanzaron en masa a cruzar por primera vez libremente la frontera de cemento y alambre de espino que les había separado desde 1961. El aniversario de la caída de un muro, de cualquier muro, es en sí un motivo de celebración. Y más en una época en la que, por desgracia, muchos de los que aplauden aquel gesto están levantando o mantienen impunemente otros muros de la vergüenza: aquel con el que EE.UU. intenta cerrar el paso a la emigración mexicana; otro con el que Israel agoniza a los palestinos de Gaza o, sin ir tan lejos, la deshonrosa valla que el Estado español ha construido en Ceuta contra el legítimo deseo de miles de africanos que sueñan con Europa. Sin embargo, en clave geopolítica la sorpresiva -nadie esperaba que los acontecimientos sucedieran tan vertiginosamente- caída de aquel muro hace dos décadas tuvo un significado de gran calado. Marcaba el final simbólico de la Guerra Fría, de un mundo dividido en bloques ideológicos al que, por desgracia, no lo ha sustituido la especie de Arcadia feliz que se prometía, sino un mundo sacudido por un sinfín de guerras y conflictos enquistados, segmentado en pobres y ricos, en ciudadanos de un color o de otro... El eje Norte-Sur sustituía de nuevo al Este-Oeste como línea divisoria. La caída del Muro significó también un importante empujón hacia una nueva Europa con una Alemania unida que despertó recelos -hoy demostrados como injustificados- en EE.UU. o Gran Bretaña. El pueblo alemán ha hecho examen de conciencia y ha dado también, en un proceso de solidaridad interna, un ejemplo de la potencia de una sociedad que tras la mancha del Holocausto arrastraba este baldón de la separación de familias y vecinos a ambos lados de un muro. Aún quedan diferencias socioeconómicas y mentales, pero el experimento ha resultado y la mejor prueba es que una mujer, Angela Merkel, y además del Este (dos hitos en uno) es hoy la canciller de lo que es la locomotora de la UE. Precisamente se echa en falta en el panorama actual nombres de peso como aquellos (Gorbachov, Kolh?) que capitanearon un proceso arriesgado pero necesario. La vitalidad y el cosmopolitismo de una ciudad como Berlín son el máximo exponente. En cualquier caso, el fin de la Guerra Fría y del telón de acero ha tenido también una consecuencia directa en toda la izquierda europea, sumida aún en el desconcierto y lastrada por una profunda crisis motivada en gran parte por el fracaso estrepitoso de los diferentes experimentos comunistas o del socialismo real. Aunque el ideal de justicia social sigue hoy en día más vigente que nunca, la izquierda está cada día más obligada a hacer la revolución, pero en clave interna: de ideas, proyectos, estrategias y prácticas.
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