Lo peor parece haber pasado y muchas son las voces que tratan de explicar lo sucedido, en un enésimo intento de entender qué es lo que está ocurriendo en la sociedad francesa para que estos hechos se repitan. Para algunos el fin de Francia tal como la hemos conocido, para otros el prólogo de una guerra civil y para muchos el fracaso de las políticas sociales de las últimas décadas. Un análisis que parece más complejo de lo que parece, pero en el que Francia se juega no solo su estabilidad social, quizás también su futuro como sociedad.
La furia en las calles no es algo nuevo en Francia. Las insurrecciones violentas forman parte de la herencia histórica de la cultura política francesa. Desde ya la Edad Media, las jacqueries, las míticas revueltas campesinas contra los señores del imaginario político francés han sido recurrentes. En la época moderna, jacqueries como la de la toma de la Bastilla en 1789 o la de la Comuna de París en 1871 han tenido enormes consecuencias políticas no solo para Francia, sino para todo el mundo.
Estas tradicionales revueltas de los vasallos o ciudadanos de las clases bajas contra sus señores, se han transformado en la actualidad en explosiones de violencia urbana surgidas de las banlieues, las periferias de las grandes ciudades francesas. Un continuo en la cultura política francesa que parece haberse transformado al cambiar de escenario.
El crecimiento de las banlieus comenzado en la década de las 60 ante la necesidad de mano de obra inmigrante originaria de las antiguas colonias para la industria francesa, transformó completamente el paisaje urbano de las grandes ciudades del hexágono.
Coincidiendo con la desindustrialización del país y con el aumento de la inmigración irregular, las banlieues se han ido convirtiendo en zonas marginales y empobrecidas, produciendo lo que los franceses llaman La Fractura entre las zonas céntricas y la periferia marginalizada. El componente identitario también ha jugado un importante rol: las banlieues se han convertido, con la emigración masiva, en zonas con una gran diversidad cultural, frente a los barrios localizados en las zonas más céntricas de las grandes ciudades donde la población está formada por gentes de origen nacional. Todo este cambio sociológico también afecta a las relaciones entre la Francia rural menos afectada por la emigración, y la urbana donde se concentra la mayor parte de la población llegada de fuera y sus descendientes.
Dos Francias separadas
Esta fractura social e identitaria ha llevado a la ruptura entre las banlieues y el resto de la ciudad, convirtiendo las periferias en zonas marginales desconectadas con el resto del país a todos los niveles, donde ni siquiera las fuerzas del orden entran y en las que la tensión social es constante. Hay quien llega a hablar de dos Francias, no solo separadas, sino incluso irreconciliables. Dos países separados por factores económicos, culturales e identitarios. Un antagonismo que no necesita más que una chispa para explotar.
¿Pero cuáles son las causas profundas de estas explosiones de violencia? Parece claro que la cuestión identitaria es un factor importante. La fractura entre los franceses inmigrantes o de ascendencia inmigrante respecto al resto del país es incuestionable. El racismo y la marginalización de este segmento social evidencia un fracaso en la integración de la población inmigrante y sus descendientes. El reciente vídeo de una profesora preguntando a sus alumnos de un instituto de una banlieue si se sienten franceses lo deja claro. El sentimiento de ser franceses de segunda es generalizado en las grandes periferias.
Pero analizar el problema solamente desde la perspectiva identitaria puede llevarnos a no entender el problema en su totalidad, además de alimentar intereses partidistas. La extrema derecha, como hizo Marine Le Pen, ha utilizado lo ocurrido como un ejemplo del fin del proyecto integrador de Francia, una evidencia más de la teoría del gran reemplazo, acusando a los inmigrantes de vándalos, hablando incluso de guerra civil y pidiendo el estado de excepción. La extrema derecha no solo se ha limitado a airear su xenofobia; ha llegado a salir a las calles para enfrentarse a los causantes de los disturbios. La extrema derecha francesa no ha perdido el tiempo a la hora de utilizar lo ocurrido en su beneficio.
Además de las claves identitarias y el racismo, para explicar el fenómeno muchos autores han llamado la atención sobre otros aspectos como la desigualdad económica. Las marcadas diferencias económicas entre los franceses han sido la clave en protestas muy violentas y duraderas en los últimos años, como la lucha llevada a cabo por los chalecos amarillos o las protestas en contra del aumento de la edad de jubilación. La desigualdad no afecta solo a las áreas marginales o a las personas inmigrantes, cada día son más los ciudadanos que se consideran parte de la case media que ven más difícil no perder el vagón del bienestar también. Este es un factor muy a tener en cuenta para explicar el malestar social.
Otro elemento a tener en cuenta radica en las respuestas, cada vez más autoritarias, que los gobiernos democráticos dan a las protestas. Esta violencia institucional, en opinión de muchos autores, no hace más que actuar de detonante en primera instancia para, una vez surgidas las protestas, intensificar el grado de violencia a través de la represión. En el caso francés, la proliferación de los tiroteos, como el que costó la vida a Nahel, se asocia a una reforma legal de 2017 que amplió las condiciones en las que los agentes podían usar las armas contra los delincuentes. Esto unido al racismo y a un desborde de los agentes en muchas situaciones complicadas, conlleva que ocurran episodios que sirven de chispa a los disturbios, olas de violencia que aumentan en intensidad cuando el estado, como muchas veces ocurre, es incapaz de ir más allá de la respuesta policial para solucionar el problema de los disturbios.
Integración de zonas urbanas
Junto a todo esto, también hay factores que pasan más desapercibidos y de los que se echa de menos una profunda reflexión. No solo el estado falla en la integración de las zonas urbanas que se encuentran en la periferia tanto en lo geográfico como en lo identitario. Instituciones que han servido históricamente como instrumentos de integración de las masas, o altavoces a nivel institucional de las injusticias sociales, parecen haber desaparecido como instrumentos para canalizar la rabia y la injusticia de una forma más civilizada y efectiva políticamente. Partidos políticos, sindicatos, agrupaciones vecinales, instituciones religiosas e incluso la escuela parecen haber dejado de ser instrumentos para la integración y ascensión social, la denuncia de la injusticia y la transformación política de la vida pública.
Por tanto, nos encontramos ante una situación más compleja de lo que los medios y los intereses partidistas parecen entender. El sociólogo francés Michel Wieviorka, en un reciente artículo, analiza muy certeramente los sucesos recientes. Para Wieviorka, los conflictos sociales se movían en el pasado en un marco de relaciones institucionales en el que podía caber la mediación y la capacidad de negociación. Actualmente, este marco ha desaparecido y son las pasiones más duras, las que dominan el ámbito de lo político.
Represión y vandalismo
Hoy en día, tanto la respuesta del gobierno como la reacción de los movimientos de protesta se basan en pasiones duras, como el odio, la represión o la violencia. Como explica Wieviorka, prevalece la emoción. La reacción del gobierno degenera en dura represión, mientras que la protesta deriva en el vandalismo y la delincuencia. Se genera una violencia que parte de ambos sentidos y que impide toda capacidad de mediación, negociación, o búsqueda de solución alguna.
La consecuencia, por un lado, la des-democratización de las autoridades y el giro hacia el autoritarismo y, por el otro, la incapacidad de las protestas de salir del círculo vicioso de violencia y destrucción, incapaz, todo ello, de generar el orden más justo que busca y que, además, alimenta aún más el discurso represor de las autoridades y los argumentes de la extrema derecha.
Un escenario de crisis donde ambas partes enfrentadas son incapaces de generar una respuesta adecuada, metidos en un círculo vicioso de violencia y represión que corroe las instituciones y fractura la comunidad. Un río revuelto donde, como nos demuestran los recientes disturbios franceses, solo consiguen pescar los discursos más extremistas de la ultraderecha.
Francia, por tanto, para dar respuesta adecuada a las causas de la injusticia tiene por delante un reto muy grande. Para ello, primero, deberá acabar con la fractura entre el país oficial y el marginal de las banlieues, después, deberá terminar con las desigualdades, tanto identitarias como económicas, sin olvidar afrontar una reforma policial e institucional. También será necesario reconstruir las instituciones que históricamente han servido de canal de comunicación entre las personas y clases desfavorecidas y el gobierno, construyendo una pedagogía capaz de canalizar la protesta de las generaciones más jóvenes de manera más civilizada y más efectiva políticamente. Un enorme reto para Francia, pero del que deberían también tomar nota el resto de los gobiernos de Europa, ya que la chispa puede saltar en cualquier momento y lugar.