LAS ventas de coches se van a quedar en los niveles de 2020. Si el habitual acelerón de todos los finales de año no es especialmente intenso y lo remedia, las matriculaciones no alcanzarán en 2022 a las registradas durante la pandemia, cuando el confinamiento mantuvo temporalmente cerrados los concesionarios. A mitad de diciembre, el mercado español cae un 5%, por lo que la venta de turismos y todoterrenos, contando con el tradicional tirón final, rondará las 820.000 unidades al cierre del ejercicio; el mercado en Bizkaia cede el 10% hasta el momento y terminará sobre las 11.000 operaciones. A diferencia de otros años, pocas voces osan proferir vaticinios para 2023; coinciden, eso sí, en que será un ejercicio plano, para “aguantar el tipo” hasta que se solventen los problemas de abastecimiento y sane la economía.

“Solo cabe mejorar”, se comentaba en el negocio del automóvil a finales de 2020. Todo el mundo estaba convencido de que dejar atrás el confinamiento equivalía a decir adiós al covid y hola a la recuperación económica. Ese optimismo hizo olvidar al sector su propia historia, empeñada en demostrar una y otra vez que lo que va mal también es susceptible de empeorar. Se ha constatado a lo largo de los dos últimos años, con un baño de realidad –más bien ducha fría– provocado por una combinación de inimaginables circunstancias internas y factores externos. A la prolongada escasez de suministros se suman desde hace un tiempo las repercusiones económicas de la guerra en Ucrania.

Nadie previó el riesgo de desabastecimiento de microprocesadores. Resulta que esos diminutos y baratos componentes, que se producen mayoritariamente en Asia, son esenciales para que funcionen los coches contemporáneos, pero también para que lo haga la multitud de cachivaches electrónicos (móviles, tabletas, ordenadores…) que algunos consideran órganos vitales. El hecho es que las factorías de coches han visto cómo su actividad quedaba paralizada, o al menos ralentizada, por una carencia de tales elementos que aún perdura. Así que pocas marcas –las coreanas y alguna japonesa– son capaces de atender puntualmente la demanda de su clientela.

Tampoco era previsible que estallase una guerra convencional en el patio trasero de Europa. Pero, al invadir la vecina Ucrania, Rusia ha convertido en internacional el conflicto regional que mantiene con ella en el Donbáss desde 2014. Y las repercusiones de esta conflagración no se han hecho esperar: incremento de los costes de la energía (Rusia es proveedor de gas y petróleo) e inflación disparada en medio mundo. Esos efectos alcanzan ya a las economías domésticas, generando un estado de ánimo poco propicio para pensar en cambiar de coche.

Por si fuera poco, a quien sopesa esa posibilidad le suelen asaltar hoy serias dudas de índole tecnológica. Tras escuchar repetidamente el mantra de gobernantes y fabricantes predicando que el “futuro es eléctrico”, el consumidor quiere que alguien le garantice que también lo sea el presente. Y, por ahora, eso no sucede. El coche 100% eléctrico ha dejado de ser una utopía, sí, pero está lejos de ser la solución factible y accesible que se pretende. Solamente resulta idóneo para un tipo de usuarios muy concreto.

Sus destinatarios han de tener, de entrada, capacidad económica para afrontar unos costes de adquisición que todavía son considerablemente superiores a los de un modelo convencional. Además, han de disponer de acceso a una toma de corriente que garantice la recarga siempre que se precise. Por último, sus necesidades de desplazamiento no pueden contemplar largos viajes, puesto que la autonomía real ni se aproxima a la oficial.

Una alternativa menos limitada y onerosa a los coches a pilas es la que brindan los modelos híbridos enchufables, conocidos como PHEV. Ahora bien, sacarles máximo partido requiere también reabastecer constantemente su batería, de inferior capacidad; de otro modo, se vuelven simples automóviles a gasolina más pesados y caros.

Quizá por eso abundan más los partidarios de las propuestas HEV, con sistema de impulsión mixto, capaces de recargar su acumulador sobre la marcha. Esta tecnología de transición, que no depende de un cable, pero sí de un motor de gasolina, constituye una opción algo más práctica y asequible que la 100% eléctrica.

Asimismo, comienzan a proliferar automóviles con sistema de propulsión clásico que se valen de una pequeña y puntual ayuda eléctrica para atenuar consumo y emisiones. Los hachas del marketing han logrado que los llamemos, con mucha naturalidad y pocos motivos, ‘híbridos ligeros’.

Luego están los sistemas motrices tradicionales. Aunque denostados por la presión mediática y la corrección política, los automóviles modernos con motores térmicos, gasolina e incluso diésel, continúan representando una posibilidad de compra sensata para muchas personas. En bastantes casos ofrecen costes de adquisición y mantenimiento ajustados, además de niveles reales de consumo y emisiones comedidos. Claro que carecen de pomposas credenciales medioambientales con las que acceder a esas zonas de circulación restringida que habrá en ciudades de más de cincuenta mil almas a partir de 2023.

Lo que todavía nadie ha explicado de manera convincente es el criterio que sigue la Dirección General de Tráfico para asignar esas etiquetas. Estaría bien conocer qué argumento justifica que un compacto diésel de 100 CV, que acredita (WLTP) 4,2 litros y 109 gramos de dióxido de carbono en 100 km, reciba la viñeta con la C. Pero sería estupendo saber por qué se premia con el distintivo ECO la supuesta eficiencia energética de un SUV premium de dos toneladas y media largas, cuyos 610 caballos microhibridados engullen 13 litros de gasolina y expelen 230 g/km de CO2 a los cien.