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La cueva del cura que fusilaba al prójimo

A un siglo de su muerte, el sacerdote odiado tanto por carlistas como liberales sigue asomando en el recuerdo

La cueva del cura que fusilaba al prójimoIBAN GORRITI

"Era un hombre regordete, más bajo que alto… con algo de esa personalidad enigmática de los seres sanguinarios, de los asesinos y de los verdugos".Así lo describió Ramón del Valle-Inclán en Gerifaltes de antaño, donde lo convirtió en personaje literario para retratar la España de las guerras carlistas. Manuel Ignacio Santa Cruz Loidi, el cura Santa Cruz, fue durante años el rostro más temido —y más incómodo— de aquel conflicto histórico de Dios, rey y tradición. “Fue un personaje histórico de esos que nos gustan a los historiadores, complejo y anárquico, al que su fanatismo le llevó, al final, a luchar contra todos, también contra los suyos. Salvando las diferencias de tiempo y lugar, fue el Lope de Agirre de las guerras carlistas”, paraleliza el investigador elorriarra Igor Basterretxea a este diario y aporta que su fama y crueldad llevaron al Gobierno de Madrid a poner precio a su cabeza. Ante esto, según cuentan, dio una sarcástica respuesta que se hizo célebre: “Mucho me alegro de que valga tanto mi cabeza. Mi hermana en Tolosa paga catorce reales por la cabeza del cerdo, y si es grande dieciocho. Más que esto no puedo ofrecer yo por la cabeza del gobernador de San Sebastián”. Pío Baroja lo describía en su obra como un hombre cruel, con mando sobre muchos hombres y muy temido, pero que “como militar y estratega valía más bien poco”.

La cueva o balcón natural donde se refugió.

Hoy en día, un siglo después de su muerte en Colombia, su sombra todavía habita la niebla de la zona de Anboto. DEIA ha visitado la cueva donde, según la memoria local, el guerrillero se ocultó durante un tiempo, sostenido por los alimentos que los vecinos devotos le hacían llegar a escondidas. El acceso al interior es difícil: una grieta estrecha que obliga a reptar antes de alcanzar un pequeño balcón natural, colgado sobre un imponente valle. Dentro de las rocas de una de las agujas del monte Iruatxeta -también conocido como Ipizte-, una urna de metacrilato custodia un “retrato inédito” –se lee- del sacerdote en edad treintañera, unas coplas manuscritas, una caja de cerillas y un papel con un nombre impreso a modo de tampón: ‘Unai Aranzadi, fotógrafo’, en referencia al reconocido corresponsal de guerra vizcaino, quien recuerda que dejó allí la información “hace años”. Todo lo demás es silencio y humedad, como si la montaña aún guardara el eco de los rezos y los disparos.

Santa Cruz nació en Elduayen –donde como en Elorrio llevó de adulto a cabo saqueos en sus ayuntamientos- en 1842, en el seno de una familia humilde. Huérfano desde niño, fue protegido por un tío que lo llevó al Seminario de Vitoria. Allí completó sus estudios y se ordenó sacerdote, aunque quienes lo conocieron lo describen más inclinado a la acción, a la guerra, que a la contemplación. En 1866 fue nombrado párroco de Hernialde, una aldea pequeña al sur de Donostia.

La revolución de 1868, que destronó a Isabel II, marcó el inicio de su deriva política. Según detallan diferentes fuentes consultadas, fue fervoroso defensor del carlismo, y comenzó a difundir su causa entre los pueblos guipuzcoanos. Arrestado por sus actividades en 1870, escapó a Francia y, dos años más tarde, cruzó de nuevo la frontera cuando estalló la Tercera Guerra Carlista. Al frente de una pequeña partida, se ganó pronto fama de “audaz y despiadado”. Su nombre se pronunció con miedo en los valles vascos y navarros porque fusiló enemigos rendidos, ajustició correligionarios sospechosos de tibieza y llegó a imponer un salvoconducto propio para circular por la provincia.

Su violencia desbordó incluso a los mandos carlistas. El general Lizárraga lo sometió a consejo de guerra y lo condenó a muerte, aunque finalmente fue indultado. Aun así, el aspirante a rey de España, Don Carlos –con corte en Durango-, acabaría destituyéndolo. Santa Cruz se quedó sin bando, perseguido tanto por liberales como por carlistas. Su guerra se había convertido en una cruzada personal.

El Cura Santa Cruz representa el extremo en el que el idealismo religioso se funde con la barbarie política. En su figura se cruzan las contradicciones de un País Vasco dividido entre la defensa de los fueros y el peso de la Iglesia. En nombre de la fe se cometieron atrocidades que ni el pretendiente carlista quiso justificar. En ese exceso, el movimiento carlista perdió buena parte de su legitimidad popular, devorado por su propio fanatismo.

Valle-Inclán lo entendió mejor que nadie. En sus Gerifaltes de antaño, Santa Cruz encarna al fanático que confunde la salvación con la muerte, al sacerdote que cree servir a Dios a través del terror. Su figura, deformada por el esperpento, sirvió al escritor gallego para mostrar la miseria moral de una España anclada en la superstición y el absolutismo.

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En 1874, acosado por todos los frentes, Santa Cruz cruzó de nuevo a Francia. Después pasó a Inglaterra, donde —según narró el conde de Melgar— se arrodilló ante Don Carlos en una iglesia de Kensington para pedirle perdón: “Perdón, Señor, por todos mis crímenes; perdón por el descrédito que atrajeron sobre nuestra santa causa mis crueldades”. Poco después viajó a América.

En Jamaica y Colombia, bajo la tutela de los jesuitas, llevó una vida de penitencia y docencia. Durante más de cuarenta años fue misionero, maestro y religioso disciplinado. Murió en 1926 en Buesaco, Colombia, tras escribir una carta al dictador Miguel Primo de Rivera pidiéndole una corneta del Ejército español para sus alumnos. Era su manera de mantener vivo un eco de aquella patria que nunca volvió a ver aquel que predicaba con el amor, pero fusilaba a su prójimo.