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La nuera elorriarra del mayor negrero vasco y alcalde de La Habana

Josefa María Hermenegilda de Urkizu y Zurbano contrajo matrimonio en Elorrio en el siglo XIX con el cubano-alavés Julián Salvador Celestino de Zulueta y Ruiz de Gámiz

La nuera elorriarra del mayor negrero vasco y alcalde de La HabanaARCHIVO ALFONSO DE OTAZU

Ante nuestros ojos un selfi, una autofoto inédita. El papel muestra a las hermanas Blanca y Soledad de Zulueta y Urkizu en el hogar familiar de Vitoria-Gasteiz. Es un autorretrato jugando con la cámara de la época y el espejo. Como tanto se hace en nuestro día a día con las de los teléfonos móviles; pero hace un siglo. Son dos nietas del considerado mayor negrero vasco del siglo XIX, Julián de Zulueta y Amondo –natural de Anuntzeta, Araba–, un hombre que mutó de agricultor alavés a negrero, es decir, esclavista, y que llegaría, incluso, a ostentar el cargo de alcalde de La Habana, capital de Cuba.

La instantánea pertenece al fascinante archivo del historiador donostiarra Alfonso de Otazu, autor de obras de referencia como ‘El igualitarismo vasco: mito y realidad’, que falleció a los 73 años el 28 de diciembre de 2022 en Zurbano, Araba. Un colega suyo de profesión y buen amigo del finado, Igor Basterretxea Kerexeta, se ha sumergido en su legado documental familiar y ha descubierto que una mujer de Elorrio fue nuera de aquel esclavista que tuvo hasta once hijos e hijas. No era de Bilbao, ni de Donostia, ni Gasteiz ni Iruñea; era de Elorrio.

De nombre rimbombante, aquella vasca fue inscrita en su bautizo como Josefa María Hermenegilda de Urkizu y Zurbano. Nació el 14 de abril de 1862 en la casa-torre y palacio Urkizu de la villa de Bizkaia, hoy día oficina de Laboral Kutxa. Murió el 7 de mayo de 1916, a la edad de 54 años, en Vitoria-Gasteiz. Era hija de Fausto María de Urkizu y Arriaga –juntero y diputado de ideología carlista o tradicionalista– y María de la Concepción de Zurbano y Monzón. Y contrajo matrimonio, el 3 de octubre de 1890, con Julián Salvador Celestino de Zulueta y Ruiz de Gámiz, un hijo del segundo matrimonio del histórico negrero, Julián de Zulueta y Amondo, con su sobrina Juliana Ruiz de Gámiz. Se casaron los dos con 28 años cumplidos, en la basílica de la Purísima Concepción de Elorrio. Su ya marido había llegado al mundo el 8 de mayo de 1862 en La Habana y le alcanzó la muerte, con solo 38 años, el 22 de junio de 1900 en la capital gasteiztarra dieciséis años antes que el fallecimiento de su esposa.

“Lo que hace interesante a esta mujer es que, sin comerlo ni beberlo, elorriarra de un linaje antiquísimo como el de Urkizu, va a pasar a ser nuera del negrero vasco más importante de todos los tiempos. Los Urkizu, que ya estaban en el siglo XV por Andalucía y XVI en América, fueron comerciantes de hierro, aunque también tuvieron algún escarceo en la trata, y siempre emparentaron con los linajes más importantes de Bizkaia”, enfatiza Basterretxea Kerexeta a DEIA tras poder acceder al testamento de esta mujer.

Como narra el historiador, Josefa María, familiarmente conocida como Pepita, testa en la ciudad de Vitoria-Gasteiz a 23 días del mes de enero de 1914 –dos años y pocos meses antes de morir–, y se presenta como “propietaria y vecina de la ciudad”, asegurando hallarse en “buena salud y en completo uso de sus facultades intelectuales”.

Basterretxea incide y abunda en que María Josefa perteneció a una familia de la oligarquía vizcaína del momento. “Su matrimonio no deja de ser un enlace entre familias de interés, si bien, en este caso, entre un linaje antiguo –Urkizu– y unos nuevos ricos –Zulueta–”. Ella, continúa el historiador poniendo en valor su figura, “era hija y sobrina de dos de los negociadores del histórico Convenio de Amorebieta, vamos de familia de clara ideología carlista”.

El documento del testamento consta de 15 puntos y unas mandas anejas. “Con su testamento –apostilla Basterretxea–, ya viuda y adelantándose dos años a su muerte, pretende proteger a sus hijas menores en el reparto de sus bienes, y para ello confía plenamente en la familia, tanto en su hermano como en sus cuñados”.

El Testamento

En el primer punto, María Josefa declara que profesa “la Santa Religión Católica, Apostólica Romana, en cuya fe he vivido siempre y protesto vivir y morir, creyendo y confesando todos sus santos dogmas y misterios, y las enseñanzas de la Santa Iglesia de la que soy hija sumisa”.

A continuación, su voluntad es que el día de su fallecimiento sea vestida de negro como la virgen Dolorosa y que no se le dé sepultura a su cadáver hasta pasadas 48 horas, “a no ser que aparezcan evidentes señales de descomposición y con dictamen facultativo”. Pidió ser sepultada en el panteón que poseía en el cementerio gasteiztarra de Santa Isabel y que se trasladaran a él los restos de su madre política, doña Juliana Ruiz de Gámiz, y los de su hija Emilia de Zulueta y Ruiz de Gámiz. “De ningún modo quiero que me embalsamen”, y “que mis funerales se celebren con arreglo a mi clase para los efectos de los derechos parroquiales, pero sin música, todo a canto llano y que mi ataúd sea completamente sencillo”.

Solicitó asimismo tres tandas de misas de San Gregorio, un total de 31 eucaristías, y si pueden parecer muchas, la solicitante va más allá: “Además, se encargarán a las Religiosas Reparadoras, la misa y alumbrado de treinta días seguidos. También se celebrarán en sufragio por mi alma, lo más pronto que buenamente sea posible, dos mil misas con estipendio de tres pesetas y dos mil con estipendio de dos pesetas y cincuenta céntimos en esta Diócesis; y, fuera de ella, dos mil misas con estipendio de dos pesetas, cuatro mil con estipendio de una peseta y cincuenta céntimos y dos mil con estipendio de una peseta”.

Del remanente que quedara de todos sus bienes, derechos y acciones, instituyó y nombró por sus únicas y universales herederas a sus cuatro hijas: María del Rosario, María de la Encarnación, María de las Nieves y María de la Soledad de Zulueta y Urkizu, con el fin de que “los hayan y disfruten por cuartas e iguales partes con la bendición de Dios y la mía”.

Fue su voluntad que no se vendiera su casa del número ocho de la calle de la Florida de Vitoria-Gasteiz, “mientras todas o alguna de mis hijas esté soltera y quiera habitarla”. En caso de venta, el precio sería de 115.000 pesetas. “Llegado ese caso, se repartirá todo el mobiliario existente en la casa, o su valor, entre las cuatro hijas o su representación. El mismo reparto se hará cuando todas las solteras hayan cumplido treinta años. Entre el mobiliario, no se comprenderán las alhajas y plata, las cuales pueden distribuirse a luego de mi fallecimiento, si no consta en alguna nota, que deje yo escrita, que las he distribuido anteriormente, en cuyo caso se respetará esta distribución”.

Nombró tutor de sus hijas, menores de edad a su fallecimiento, “a don Luis de Zulueta y Ruiz de Gámiz (hermanastro del difunto Julián) y, en falta de éste, a mi hermano político don Eladio de Urdangarin e Irizar (casado con su hermana doña María Purificación de Urkizu y Zurbano)”. “Si mis hijas me sobreviven y mueren sin edad para testar o sin haber podido hacerlo, siendo solteras, quiero que se manden celebrar por cada una de ellas tantas misas como las que señalo yo en sufragio de mi alma, y con iguales estipendios”.

Josefa dejó también escritas un total de 33 mandas a cumplir, con donaciones de entre 125 y 3.000 pesetas: para el Asilo de las Desamparadas, la Prensa Asociada, hospicios, casa cuna, Asociación Católica de Obreros, capuchinas y dominicas de Calatayud, y, entre otras más, no se olvidó de su villa de nacimiento emitiendo dinero para la parroquia de la Purísima Concepción, el hospital, la parroquia de San Agustín o para el Pan de los Pobres de San Antonio. También dispuso 3.000 pesetas para su ahijado, Ignacio Unzeta, “para un pequeño recuerdo”.

Legó asimismo a su nodriza viva una peseta al día; y a su doncella Luisa, en las mismas condiciones, dos pesetas al día. “A mi portera Fermina cinco pesetas al mes, si entra en algún asilo, y si queda con alguno de sus hijos, al inutilizarse para mi servicio, cincuenta céntimos al día. Si de común acuerdo continuara Luisa sirviendo con mis hijas o alguna de ellas, las dos pesetas diarias le servirían de sueldo. Dejo a los demás sirvientes cien pesetas de gratificación por cada año que lleven en casa, contando desde el segundo; autorizando a mis hijas a proponerles otra cosa equivalente si les conviniera más”.