En los últimos años ha emergido una categoría que está transformando el lenguaje líquido de bares, restaurantes y supermercados: las llamadas bebidas NoLo. Es decir, No o Low alcohol: bebidas sin alcohol o con bajo contenido alcohólico (menos de 3% vol., según la normativa europea).

Lo interesante de esta categoría no es solo su crecimiento, sino su cuestionamiento de los códigos establecidos en torno al consumo de alcohol. Las bebidas NoLo no son simplemente versiones descafeinadas de vinos, cervezas o destilados: son, cada vez más, un territorio propio de innovación, de búsqueda sensorial y de discurso gastronómico.

Un cóctel sin alcohol pero con identidad firmado por Esther Merino. E.M.

El fenómeno, que comenzó hace poco más de una década, ha ganado velocidad en los últimos cinco años por el cruce de varios factores: el auge de la salud y el autocuidado tras la pandemia, las nuevas normativas de conducción, la diversidad cultural y generacional en el consumo, y la irrupción de chefs, sommeliers y científicos que han comenzado a tratar estas bebidas con el mismo respeto que al vino o al sake.

Término ambiguo

Pero a pesar de ese crecimiento, la categoría arrastra una ambigüedad estructural. Para empezar, por su propio nombre: definir una bebida por lo que no tiene –alcohol– resulta problemático, como apunta Esther Merino, una de las voces más activas y respetadas del sector. Nacida en Valladolid en 1990, Merino, graduada en Gastronomía y Artes Culinarias en Basque Culinary Center, eligió la especialidad de Vanguardia Culinaria y ha trabajado como desarrolladora de bebidas en espacios de vanguardia como Noma y Alchemist en Copenhague. Actualmente asesora al Gobierno Vasco en proyectos de bebidas fermentadas sin alcohol que está en proceso de escalado y colabora con instituciones como el BCC, donde imparte clases y ponencias.

“El riesgo –advierte– es que el criterio negativo de sin alcohol acabe por convertir la categoría en un cajón de sastre, donde conviven desde refrescos azucarados sin alma hasta bebidas complejas creadas con intención y artesanía”. Esta ambigüedad diluye el valor de las propuestas más honestas y alimenta la desinformación en el consumidor, que no siempre distingue entre una soda funcional industrial y una fermentación natural diseñada para acompañar un menú gastronómico.

Chefs, sommeliers y científicos han comenzado a tratar estas bebidas con el mismo respeto que al vino. E.M.

Este desorden conceptual, sin embargo, también es una oportunidad: obliga a construir un nuevo vocabulario. Desde las universidades gastronómicas hasta restaurantes de alta cocina, se está trabajando para entender qué hace que una bebida sin alcohol pueda generar placer, equilibrio y profundidad. Ya no se trata solo de eliminar el alcohol de una bebida alcohólica, sino de pensarla desde el origen: desde la fermentación de frutas o vegetales, la oxidación controlada, la destilación de proteínas animales o la incorporación de ingredientes como el miso, el polen o las cáscaras tostadas de cítricos.

Nuevos caminos

En ese sentido, la cocina ha abierto el camino. Lo que hace unos años era impensable –una bebida sin alcohol diseñada a medida para maridar con un plato de un menú degustación– hoy empieza a formar parte del discurso gastronómico de algunos de los mejores restaurantes del mundo. No se trata de una concesión al cliente abstemio, sino de una apuesta por la excelencia global: si se cuida el plato, se cuida también lo que lo acompaña en la copa.

Esther Merino hace una apuesta clara por las bebida ricas, sin alcohol y con mucha personalidad. E.M.

Especialidad

El papel del sommelier, en este contexto, también se transforma. Ya no basta con conocer vinos. La nueva sommellerie explora fermentaciones, infusiones, carbonataciones, texturas, temperaturas... Entiende que en una misma mesa pueden convivir un tinto natural, una kombucha con umami o una infusión de hoja de higuera destilada con flores. “El vino sigue siendo un lenguaje central –reconoce Merino–, pero el mapa líquido se ha expandido. Hoy el sommelier debe pensar también en embarazadas, en personas que no beben por razones culturales o en jóvenes que buscan experiencias sin alcohol pero con profundidad sensorial”.

Las bebidas NoLo también dialogan con la cultura alimentaria actual: desde los cafés de especialidad a los vinos naturales o el kombucha artesanal. Y, por supuesto, con las generaciones más jóvenes, que en realidad están redefiniendo el cuándo, cómo y para qué se bebe. Hay una mayor sensibilidad hacia el cuerpo, el entorno y el precio. Elegir no beber ya no es una rareza: puede ser una decisión estética, ética o simplemente pragmática.

Rigor y diferencia

Frente al aluvión de productos del mercado que intentan sumarse a la ola NoLo con fórmulas edulcoradas o etiquetas funcionales (ricos en probióticos, bajos en azúcar, etc.), una parte del sector pide rigor: diferenciar lo que está realmente elaborado con intención gastronómica y lo que no. Merino lo ejemplifica con algunas de sus creaciones más experimentales, como una kombucha de ciruela y cereza, un destilado de orejas de conejo, y pruebas con plumas de ave fermentadas mediante Aspergillus oryzae, oxidaciones enzimáticas y maceraciones alcohólicas para extraer nuevos perfiles aromáticos. “Trabajo con proteínas animales que normalmente se desechan —explica—. Me interesa lo que representan como residuo y como potencial creativo”.

Pero lo cierto es que el cambio ya está en marcha. Desde las fermentaciones complejas hasta bebidas como su kéfir con agua de polen y azafrán o una soda de cáscaras de lima tostada —publicadas en El País Gastro—, el mundo NoLo se está profesionalizando y diversificando. Lo que antes era marginal, hoy empieza a demandar un relato propio.

¿Hacia dónde va todo esto? Probablemente hacia una mayor honestidad y una mejor definición. Hacia una bebida rica, sin alcohol, pero con identidad. Porque beber sin alcohol ya no significa renunciar, sino elegir.