tan solo cuatro días de la jornada electoral los discursos de los representantes de gran parte de las formaciones políticas siguen instalados entre la retórica y una visión negativa que intenta exacerbar el descontento y la crítica social para proyectarla sobre el adversario a batir electoralmente.

La indignación es una especie de analgésico individual y social: canaliza la frustración, encauza el enfado de forma efectiva y efectista, pero en realidad no cura, no construye, no permite superar de verdad las causas de la frustración.

Para un político, para un ciudadano, para cualquier miembro de nuestra sociedad siempre es más fácil colocarse detrás de una pancarta abanderando un sentimiento negativo que ponerse a trabajar para construir.

Hay razones sociales por las que protestar, sin duda. Hay que dejarse oír, también. Una ciudadanía cívica ha de ser siempre una ciudadanía activa, crítica e informada porque ello eleva a su vez la calidad de la democracia, pero los maniqueísmos discursivos construidos desde la búsqueda de un chivo expiatorio con el fin de canalizar así ese plus de negatividad sobran si queremos avanzar hacia construir un futuro compartido y que ilumine la esperanza en tiempos tan complejos como los actuales.

En esta campaña muchos candidatos y candidatas están buscando la cercanía, pero en realidad formulan promesas retóricas que nunca valdrán más que los ejercicios de realismo responsable.

La técnica retórica enseña a encontrar las opiniones en las que coinciden la mayor parte de los agentes implicados en la gobernanza y tiende a obtener consenso. Cosa distinta es la credibilidad de ese discurso, porque estos neologismos, estos vocablos posmodernos (heredados de clásicos ilustrados como Rousseau, que en 1762 nos habló ya de contrato social) tratan de generar en el imaginario colectivo la sensación de catarsis, de la llegada casi mesiánica de nuevos liderazgos para un nuevo tiempo.

Para que ese pretendido "contrato social" reúna la equidad contractual necesaria, para que no sea abusivo ni leonino, para que no sea un mero pacto de adhesión unilateral la propuesta "contractual" debería mirar a toda la sociedad vasca, al deseo mayoritario de vertebrar nuestra realidad nacional, al propósito de tender de verdad puentes entre diferentes y de posibilitar nuestra expresión como nación vasca plural y diversa.

Cabe recordar que Rousseau acuñó el concepto de "voluntad general" y sentó dos columnas sobre las que asentar el poder político: la soberanía del pueblo y la legitimación del Derecho a través de la voluntad general. Extrapolemos ahora estas dos premisas a nuestro escenario vasco y pensemos con quién deseamos suscribir tal contrato.

La política, sea vasca o de otro territorio, demanda hoy más que nunca templanza, ausencia de estridencia, sentido de la responsabilidad y profesionalidad, trabajar en la búsqueda de puntos de encuentro y no de disputa, aportar a la sociedad dosis de confianza y no de zozobra ni de enfrentamiento.