Las relaciones internacionales atraviesan un momento complejo, repleto de salvedades que han dejado obsoleta la norma imperante en los últimos lustros y situado a la diplomacia y sus reglas en un modesto segundo plano. La bilateralidad que se asentaba sobre una política de bloques ya no sirve para explicar lo que acontece en el mundo, en el que una panoplia de actores, en ocasiones, secundarios, han adquirido protagonismo dentro de una multilateralidad con excesivas aristas imposibles de obviar. Es evidente que el giro copernicano experimentado por los EE.UU. de Donald Trump, que ya no esconde su apuesta casi excluyente por un capitalismo imperialista severo, tiene que ver en los nuevos roles asumidos por unos y otros y que el renacer de posiciones expansionistas, no solo ni exclusivamente en Washington, ha despertado miedos y recelos y sacudido el mapa político fijando aliados y deshaciendo pactos con la velocidad a la que se diluye un azucarillo. El otrora bloque occidental europeo se ha quedado, en apariencia, solo ante el renacer de una eventual nueva guerra fría. La amenaza rusa, que apunta sin disimulo hacia una nueva URSS bajo la corona del Kremlin, y una quinta columna dentro de las entrañas comunitarias, con la aparición, y en otros casos, consolidación, incluso en los gobiernos, de posiciones ultramontanas en infinidad de países, afines, en principio y aunque parezca un contrasentido, al nacionalismo de Vladímir Putin y al republicanismo de excesos del líder norteamericano, son parte de los retos que tiene que encarar el club comunitario. Esa soledad, que también implicaría al Reino Unido, nuevamente, aliado de la UE tras digerir el Brexit, se magnifica con la posición de China, que ya discute el papel hegemónico de la economía norteamericana en el ámbito mundial y que ha sabido obtener con la diplomacia del dinero, al igual que Rusia con su apoyo militar en decenas de conflictos, una posición dominante en gran parte del África subsahariana, rica en recursos, a la vez que en inestabilidad y corrupción, desplazando a las potencias europeas, inútiles ante los nuevos equilibrios de fuerzas. En esa tesitura, Europa, más que nunca, ha de apostar por sus valores, tanto en lo social y político, como en lo económico, huyendo de todas las cortapisas propias que han dado alas a quienes pretenden acabar con la idea de una Europa fuerte, unida e independiente.
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