El Ministerio del Interior anunció ayer el traslado de los cinco últimos presos de ETA que cumplían condena en el Estado alejados de prisiones vascas. El primer punto a constatar es que ha hecho falta más de una década desde el final de la banda para que el cumplimiento de la normativa penitenciaria que recomienda satisfacer las penas en el entorno natural del preso sea completamente efectivo. La excepcionalidad nació en lo más crudo de los años de plomo fruto de la voluntad de debilitar el control ejercido por ETA sobre sus miembros presos, pero ha tenido dos efectos indesables: se ha dilatado irracionalmente y ha distorsionado la percepción diferenciada de la dispersión, que facilitó un proceso de reflexión que permitió cortar con la banda al primer colectivo disidente, y el alejamiento, que se convirtió en un mecanismo de castigo adicional extensivo a los familiares y no soportado por ninguna norma ni decisión jurídica. La pregunta debería dirigirse, por tanto, a quienes aún cuestionan el paso dado: ¿qué motivo puede haber para seguir aplicando esa estrategia contra el principio de reinserción y tras desaparecer la organización terrorista a la que buscaba combatir? Solo lo explica la construcción de un discurso interesado, orientado a exacerbar sentimientos y no a garantizar el cumplimiento de la ley. No obstante su trascendencia y celeridad –en 2018 solo había en cárceles vascas cinco de los casi 280 miembros del colectivo de presos de ETA–, el paso dado no cierra el ciclo de la violencia en este país en tanto hay heridas abiertas. La justicia y la reparación de las víctimas de todas las violencias no se ha sustanciado y existen aún demasiados casos en los que la verdad tampoco ha aflorado, como acredita el aniversario de la desaparición de tres jóvenes gallegos a los que ETA confundió con policías hace 50 años. Colaborar en cerrar esas grietas también es una obligación ética de todos los victimarios con todas las víctimas. La construcción del futuro de convivencia requiere asumir que fue la propia actividad de ETA el mayor factor de distorsión de la misma en democracia. Demanda no aferrarse más a la terminología sustitutoria que elude condenar por injusta esa violencia. Esa deuda persiste en el mundo sociopolítico en torno a ETA. La siguiente etapa del fin de ciclo señala en esa dirección.