La economía europea y la de todo el mundo seguirá lastrada este 2023 por la incertidumbre. Obviamente un desenlace rápido de la guerra en Ucrania nos ayudará a todos, tanto en términos de humanidad como en el ámbito de la economía. Pero el planeta afrontaba ya antes de la invasión el enorme reto de cambiar los paradigmas en que se ha basado nuestro crecimiento. Estamos abordando una transición que debe conducirnos de la economía lineal a la economía circular. Se trata en definitiva de ganar en resiliencia, de asumir que el planeta que habitamos es finito y hacerlo colocando a las personas en el centro de las políticas que impulsen el cambio.

Asumimos una explosión demográfica que con los actuales niveles de consumo es insostenible. Se combina además con los efectos ya perceptibles del cambio climático que dan lugar a fenómenos cada vez más extremos y están comprometiendo las posibilidades de supervivencia en amplias zonas del mundo. Necesitamos acabar con nuestra dependencia de los combustibles fósiles. El desarrollo de opciones neutras en carbono y renovables estaba ya en marcha. La utilización del gas ruso, que jugaba un papel clave en el proceso de transición, como arma de guerra no ha hecho sino acelerar esta evolución.

La Unión europea lidera en el mundo, como hemos podido ver en la última cumbre por el clima de Egipto, este proceso de transformación. Tenemos claros los objetivos, pero hay que alcanzarlos incorporando mecanismos que permitan afrontar de manera justa esta transición.

La gobernanza de este proceso debe de ser participada y en ella van a jugar un papel relevante los municipios y realidades como Euskadi y por supuesto, la economía real. Porque esta transición debe hacerse con y no contra ella. El proceso que enfrentamos es global y necesita actores globales que se comprometan con objetivos a ese nivel. Pero las actuaciones que van a hacerlos realidad, la innovación que necesitamos y los espacios en que va a organizarse la red de protección social que debe proteger a los más vulnerables se construyen sobre el terreno, en proximidad, en contacto con las personas.

Los fondos que dotan el plan europeo de recuperación y resiliencia conocidos como “next generation” se basan precisamente en estas ideas. Permiten, desde una instancia global, financiar un proceso que solo es posible asumiendo entre todos la deuda que generará. Necesita de indicadores y mecanismos de evaluación que permitan comprobar que las iniciativas que se apoyan contribuyen efectivamente a la transición emprendida. Y obliga a movilizar todo el talento disponible allí donde se encuentre.

Por eso no es un capricho la apuesta por la co-gobernanza que se incluye en el propio Reglamento de gestión de estos fondos y que reclaman insistentemente ciudades y regiones. Porque las acciones que van a posibilitar esta transformación nacen a ras de suelo. Porque los cambios en hábitos de consumo y movilidad críticos para el éxito son más fáciles de impulsar a nivel local, en proximidad. Y porque las conexiones probables e improbables que incentivan la innovación se producen y se llevan particularmente bien con la diversidad que caracteriza nuestros tejidos productivos. Y muy mal con las rigideces de estructuras más pensadas para el proteccionismo que para la colaboración.

El proceso va a exigir además una verdadera revolución de nuestros mecanismos de adquisición y transferencia de conocimiento y de cambios consecuentes en el sistema educativo que nos permitan preparar a las personas para las nuevas canteras de empleo que surgen de la economía digital y la trasformación energética. En una sociedad en la que el paro y el futuro laboral es una de las preocupaciones más importantes de la ciudadanía convivimos con dos realidades preocupantes. La primera la falta de profesionales para cubrir puestos cualificados vinculados a la nueva economía. La segunda la infra-retribución y la precariedad que pueden reducir a la pobreza a una persona con empleo.

Por eso hay que combinar estas medidas de apoyo al emprendimiento y la transformación con una legislación laboral justa que proteja derechos y los adapte a nuevas formas de trabajar, una fiscalidad cada vez más verde que apoye la transición y un sistema de protección social que combata la marginación. En esta línea son avances de gran importancia la progresiva aplicación del acuerdo cuasi planetario sobre el impuesto de sociedades o la reciente aprobación del nuevo mecanismo europeo de ajuste de carbono en frontera.

Además del impacto de estas cuestiones en nuestra realidad, la presencia en Euskadi de valores en el emprendimiento ligados a la economía social, la existencia de una red de ciencia y tecnología y una política industrial sostenidas y eficientes a lo largo del tiempo, una formación profesional solvente y el renovado pacto de solidaridad que supone la recién aprobada reforma de la renta de garantía de ingresos sugieren que estamos dando pasos en la buena dirección.

Consolidar esta hoja de ruta requiere además alejar de nuestras instituciones el germen del enfrentamiento y la polarización que se vive en el Estado y otras zonas de Europa. Por eso es hora de pedir a todos los actores políticos y sociales pragmatismo, generosidad y mucho más que eslóganes. Movilizar todo el conocimiento, arrimar el hombro, propiciar y fortalecer lo que nos une, estimular la convivencia y la solidaridad que vamos a necesitar para volver a superar el reto que tenemos delante es incompatible con las estrategias a corto plazo y los lugares comunes.