Julian Alaphilippe subió al cielo y abrazó la memoria de su padre, Jo, fallecido en junio. Amor de hijo. Allí, entre lágrimas, emocionado, con el alma cosida por los sentimientos y los recuerdos que nunca mueren, le entregó un arcoíris. El sueño que siempre quiso. La felicidad multicolor. Nada mejor que pintar de colores la memoria. La infancia es eso. Un mundo de color. El de Alaphilippe lo dibujó su padre, el hombre que le agarraba el sillín para que Julien no cayera cuando el francés daba sus primera pedaladas. Después, le soltó. Le hizo volar. Hasta la eternidad. Allí se instaló el galo, campeón del Mundo. Todas las historias tienen una mano que las soporta. La de Alaphilippe la empujaba su padre, director de orquesta. En la casa de Alaphilippe, la vida sonaba a música de verbena. En Imola, el canto a la vida era La Marsellesa, el himno que recibió a Alaphilippe, campeón del mundo, el hijo predilecto de Francia, el chaval que recordaba a su padre con la voz deshilachada por el llanto.

"También quiero darle las gracias a todos los que me han apoyado, he sentido su confianza en mí. Gracias a Voeckler, a mi primo, a mi familia... esto es el sueño de mi carrera", tardamudeó Alaphilippe. Loulou, espuma de champán, conquistó el mundo a su manera. Un cañonazo le anunció antes de ovillarse en el suelo, en posición fetal sobre el asfalto de Imola. Tierra sagrada para él. Julian llevaba la pena tatuada en el corazón, colgándole la ausencia en el alma. Desde las entrañas se redactó el triunfo de Alaphilippe. Imparable. Venció el genio francés con el corazón retumbándole en el paladar. Bramó su logro. Gritó su emoción. Su victoria más visceral, la más deseada. El ciclista tronó en Imola, un lugar inolvidable para él. Allí honró a Jo. En el nombre del padre. El burbujeante Alaphilippe deletreó su ofensiva desplegando su manual de estilo. El francés aguardó su momento para detonar la carga y cubrirse de oro.

En Gallisterna, la pared que se escondía en el Mundial de la velocidad, el que rodaba por el Autódromo Dino e Enzo Ferrari, Alaphilippe dislocó al resto con el ataque de siempre. Fiebre del oro. El francés, explosivo, sólo dejó humo tras de sí. Kwiatkowski, Van Aert, Hirschi, Fuglsang y Roglic no consiguieron responder a su detonación. Demasiada carga. En la visagra de Galisterna, que daba paso a un descenso, Alaphilippe giró el pomo que le abrió la puerta a la gloria. Corajudo, ambicioso y repleto de fe, se lanzó hacia la mejor de las conquistas mientras el quinteto, sabedor de que Van Aert les aplastaría en el esprint, dudaba. Alaphilippe no lo hizo. No se lo permitió. Corría por él, pero también por su padre. En tándem. Le impulsaba su recuerdo. Pedaleaba Alaphilippe, obstinado, rabioso y obsesivo, como si no hubiera mañana. Aquí y ahora. Mientras, en el retrovisor, el diálogo lo establecían los contables. Cálculos y probabilidades. Estadística. Mal asunto. En realidad, con Alaphilippe desbocado, y el quinteto susurrando desconfianza, se pesaba la plata y el bronce. La plata forró a Wout van Aert y el bronce decoró a Marc Hirschi. El oro era de Alaphilippe. Una mina de corredor. Alaphilippe devolvió el arcoíris a Francia 23 años después de que Laurent Brochard se impusiera en Donostia.

POGACAR, DESDE LEJOS

El prodigio francés, valiente y combativo, se impulsó después de que Pogacar llamara a la rebelión una vuelta antes, cuando gobernaba Bélgica y se habían mostrado España e Italia. Francia lo hizo antes, cuando concluyó la fuga con la que arrancó el Mundial. Una liturgia compuesta por Koch, Traeen, Fiedrich, Fominykh, Arashiro, Grosu y Castillo Soto. Es el juego de las damas, antes de que el Mundial se acoja al tacticismo que implica el ajedrez. Pogacar, el hombre que fagocitó el Tour como un meteorito, se la jugó a largo plazo. El esloveno irrumpió en Gallisterna, a 40 kilómetros de meta, como un loco romántico dispuesto a otra hazaña. Se aventuró con la idea de desordenar el parchís de selecciones y generar caos. Bélgica, el bloque más sólido, le dio palique, aunque no le concedió más que una veintena de segundos. Pogacar, piel de campeón, no tenía intención de parar. Camina o revienta. Continuó con su pulso y escuchó la campana de la última vuelta, el sonido que adentró el Mundial en otra dimensión.

Italia movió a sus peones y España dispuso a Mikel Landa, que se encrespó en Mazzolano, la otra chepa de la carrera. El respingo del alavés invocó a Dumoulin, profunda su pedalada. El neerlandés cayó sobre Pogacar y se alteró el paisaje. Se agitó el avispero. Asomaron Landa, Nibali, Van Aert y Urán. Cuatro para tres medallas. Mal negocio. Sobraba uno. Vuelta a empezar. Gallisterna y su tripón, con rampas del 13% en un circuito que sumó 258 kilómetros, reanudaron el juego de cartas. Se olía la lluvia. Jinetes en la tormenta. Hirschi, joven, despreocupado y valeroso, quería guerra. Le sobraba el botellín. Se aligeró. Al frente. Kwiatkowski estrujó la subida. Asfixia. Landa, que estaba cubriendo todos los frentes, se descolgó definitivamente. Demasiado para él. Roglic, Van Aert, Fuglsang, Kwiatkowski y el pizpireto Alaphilippe se encadenaron a la apuesta de Hirschi. Entonces, cuando se percibía la cima, se liberó Alaphilippe. Un cañonazo estruendoso cuando más dolía la cuesta. A 17 kilómetros de la gloria, el francés rompió los grilletes. Sus centinelas le perdieron de vista. Hombre libre. Al fin, sin cadenas, empujado por el recuerdo de Jo, Alaphilippe llegó hasta el cielo y allí, entre amor y lágrimas, regaló el arcoíris a su padre.