bilbao - El día que el Giro se encendía tras la jornada de descanso, tiempo para el barbecho, la reflexión y los cálculos, cuando la carrera se lanzó hacia Módena, cuna del automovilismo, lugar de origen de Enzo Ferrari, ideólogo de los afamados bólidos, se conoció el fallecimiento de Niki Lauda, tres veces campeón del mundo, en dos ocasiones pilotando para Ferrari. Lauda fue un mito del automovilismo y a la ciudad que rinde tributo a la fabricación de coches rápidos, Ferrari, Lamborghini y Maserati, se aproximó el Giro con calma a través de la ojos rasgados de Sho Hatsuyama, el japonés que ama las fugas, y los italianos de Luca Covili. “Es el perfil de etapa más inútil que he visto”, dijo Thomas De Gendt, el hombre a una fuga pegado, porque entre Ravenna y Módena solo los badenes le daban algo de altura a un día sosegado para todos, que prolongaron el asueto hasta que penetró, electrizante, el olor a gasolina de Módena a través de un esprint, que erizó la piel del pelotón, al igual que el escalofrío profundo que producía el cantar majestuoso de Pavarotti, insigne vecino de la ciudad, que Démare celebró antes que nadie. Su primera victoria del año, en el mejor escenario posible.

En sus calles rugió entonces el riesgo, que nunca descansa aunque lo parezca, en un desenlace accidentado, en plena estampida hacia la meta. Refugiado Primoz Roglic por su muchachada, protegidos el resto de favoritos por sus guardias que asomaron para esquivar fatalidades, Ventoso se lanzó a un imposible. Fue el acelerante del caos, que siempre acude al Giro. Anulado Ventoso, se abrió paso la incertidumbre o la certidumbre de un Giro alocado, siempre dispuesto al vértigo, a caminar sobre el abismo. Adrenalina y velocidad. El ADN de Módena y el idioma de Pascal Ackermann, el hombre de los dos triunfos en la Corsa rosa. El velocista alemán tenía pensado lograr su tercera victoria y mostrar su alegría en un callejero que idolatra la velocidad. Ackermann, sin embargo, descabalgó a falta de un kilómetro. Se fue al suelo y se arrastró por el asfalto de mala manera. Escupido por el toro mecánico. Su costado derecho, quedó en carne viva. Lijado con crudeza. La ciclamino hecha un jirón. Al germano se le acabó el esprint antes de comenzarlo. Derribado por las prisas, que no respetan a nadie. Tampoco a Moschetti y Consonni, ambos encogidos en un costado de la carretera. A Moschetti le tuvieron que atender los médicos. Sus compañeros, expectantes y preocupados, le sirvieron de báculo, aunque al italiano, el duro golpe le desorientó y en cuanto se puso en pie se sentó de nuevo. Mareado, necesitó tiempo.

viviani, superado otra vez En Módena, los segundos son centésimas por su apego a las carreras. No hay tiempo que perder. Cortado el pelotón por la caída, la acción en un puño, se concentraron los velocistas, menos Ackermann, que se paseó con el maillot destrozado y la sangre pintándole el camino hasta el podio -se mostró dolorido con la caída aún tirante-, mientras por delante confluyeron Caleb Ewan, Elia Viviani, Arnaud Démare y Rudiger Selig, que suplantaba a Ackermann. En el pleito de la velocidad, Viviani continuó cosido a su melancolía, a su pena, que le tiene atrapado en el Giro. Incapaz de rebelarse a su destino, resignado ante tipos más rápidos que él, que cuando venció le arrancaron la victoria. Por un momento, el italiano pareció capaz de dar un portazo a su tristeza cuando codeó con Démare, que lideraba el esprint, descontado para entonces el empeño de Ewan. Se quedó a medias Viviani, segundo, y ondeó, al fin, Démare el estandarte de la felicidad. “Con esta victoria me siendo mentalmente más liberado”, dijo el francés, que abandonó el diván para encontrarse en Módena.