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Éxtasis y terror con Derrick Rose

El que fuera en 2011 el MVP más joven de la historia de la NBA vive su mejor momento tras seis cursos plagados de lesiones

Éxtasis y terror con Derrick Rose

CON Derrick Rose, lo primero fue el éxtasis, el sumo placer que era para los sentidos ver en acción a aquel chaval que, con 22 años y seis meses, se convirtió en 2011 en el MVP más joven de la historia de la NBA, a aquel base que con solo 1,91 metros desafiaba a los gigantes cada vez que penetraba de manera explosiva en la zona sin importarle quién estuviera adelante y que devolvió al equipo de su ciudad, los Chicago Bulls, la gloria y el orgullo perdidos desde el glorioso reinado de Michael Jordan casi tres lustros atrás. Sin embargo, desde el 28 de abril de 2012, todo se convirtió en terror. Aquel día, una rotura del ligamento cruzado anterior de su rodilla izquierda en un duelo de play-off al que le quedaba menos de minuto y medio por disputarse y ya resuelto a favor de sus Bulls dio comienzo a su descenso a los infiernos como consecuencia de sus constantes y graves problemas físicos y el deterioro de su armazón psicológico hasta caer en la depresión. En las siguientes seis temporadas, Rose solo pudo saltar a cancha en 216 duelos de los 492 posibles hasta ofrecer en este amanecer del ejercicio 2018-19, enrolado en los Minnesota Timberwolves, su mejor versión desde su desplome. Éxtasis con su partido de 50 puntos del 31 de octubre ante Utah, aquel que jugó con lágrimas en los ojos en sus últimas acciones y que él mismo selló a favor de los suyos con un tapón en el último segundo; regocijo con sus posteriores cuatro actuaciones seguidas por encima de los 20 puntos, con un 50% de acierto en triples, y cinco asistencias... pero terror, por pura inquietud, por un simple DNP (did not play, no jugó) en su línea estadística del choque de la madrugada del jueves por “dolor en la rodilla” -24 horas después, entrenó con aparente normalidad-.

La carrera profesional de Rose, un jugador llamado en su día a marcar época -en su curso como MVP (25 puntos, 7,7 asistencias de media), su tercero en la liga, llevó a los Bulls a la final de la Conferencia Este-, quedó desde abril de 2012 anclada entre esas dos sensaciones, el éxtasis y el terror. Cada una de sus reapariciones llevaba tatuada la ilusión de volver a verle como en sus mejores tiempos, pero la realidad, tozuda y cruel, acababa imponiendo la desazón porque a aquella rotura de cruzado en su rodilla izquierda le siguieron la fractura del menisco de su rodilla derecha en noviembre de 2013, solo diez partidos después de un regreso a la actividad que se había hecho esperar 19 meses; una recaída de esta dolencia en febrero de 2015 que le llevó a pasar otra vez por el quirófano; lesiones varias (fractura del hueso orbital izquierdo, tendinitis...) en el ejercicio 2015-16, el último en sus amados Bulls; otro desgarro en su menisco izquierdo en abril de 2017, cuando militaba en los New York Knicks; un fuerte esguince en su tobillo izquierdo en noviembre de ese mismo año poco después de debutar con los Cleveland Cavaliers... Un tormento. Con tanto contratiempo, no solo su cuerpo, otrora exuberante por potencia física, velocidad y capacidad de salto, fue quedando mermado, sino que su mente acabó entrando en un terreno repleto de oscuridad. En enero de 2017 llegó a estar en paradero desconocido, perdiéndose un partido con los Knicks -había volado a Chicago para visitar a su madre-; escasos días después de arrancar la pasada campaña, absolutamente frustrado por las lesiones, abandonó momentáneamente la disciplina de los Cavaliers planteándose incluso la retirada... Su punto más bajo llegó el pasado 8 de febrero, cuando fue traspasado a Utah, franquicia que le cortó de inmediato.

Justo un mes después, un personaje de su pasado acudió a su rescate. Tom Thibodeau, el técnico que le dirigió en su época dorada en Chicago, le fichó para sus Timberwolves. A sus 30 años, Rose arrancó esta temporada como jugador de banquillo pero con números buenos, hasta que el 31 de octubre celebró su primera titularidad con un partido de 50 puntos, la máxima anotación de su carrera. “Todo sucede por una razón. Es imposible describir lo que siento, ha pasado demasiado tiempo”, dijo, llorando a lágrima viva, tras el partido. Sus compañeros le recibieron en el vestuario con una celebración digna de anillo y las grandes estrellas de la liga alabaron públicamente su tesón para volver a tan elevado nivel.

Jugando más de 34 minutos por noche, su rendimiento ha sido óptimo desde entonces -promedia 19,2 puntos con un 48% en triples nunca visto en su carrera- hasta su ausencia en el último partido por problemas de rodilla que no han sido aclarados. Puede que sea una molestia leve, pero con su historial es suficiente para que el planeta baloncesto se ponga en alerta. Porque con Derrick Rose todo transcurre entre el éxtasis y el terror. Porque sus incondicionales, que siguen siendo legión, ya han interiorizado que nunca volverá a ser el de antes, pero siguen entrando en trance cada vez que, con un crossover marca de la casa, arranca una de sus centelleantes penetraciones, aunque no respiren tranquilos hasta verle aterrizar y comprobar que todo sigue en orden en su castigadísimo cuerpo.