bilbao - No vio llover Contador. Tampoco sintió los perdigonazos del granizo. No le cubrió la noche que engulló el sol en Arcalis. No presenció el éxtasis de Dumoulin, invencible, en medio de la tormenta, de una borrasca magnífica. No supo Contador de los acelerones de Froome, líder solido, del marcaje de Quintana, de la rebeldía de Martin y del orgullo de Richie Porte, juntos en la cumbre con la juventud de Adam Yates. Se quedó sin observar Contador el empacho de Mikel Landa masticando puertos con las fauces de sus piernas. Nada de eso estaba presente en Alberto Contador, ausente, demolido por las caídas y la fiebre, camino del descanso y de la reflexión. Derrotado el madrileño por el Tour cuando el sol de aluminio, blanco, horneaba aún el día. En el col de Cantó, el canto del cisne. Contador apagó su Tour. Pie a tierra. Es la segunda ocasión que el madrileño deja antes de tiempo la Grande Boucle. En 2014, una fractura en el peroné provocada por una caída en el descenso del Petit Ballon, en los Vosgos, le obligó a retirarse.
“No podía continuar desde las caídas de los dos primeros días. No me sentía bien y eso me ha llevado a tomar la decisión de retirarme. No podía seguir. Ahora voy a someterme a pruebas para ver el futuro”, dijo como epitafio a un Tour que le ha malquerido. Amante despechado. El madrileño se estampó contra el destino desde el comienzo. Nunca pudo cicatrizar las heridas, sus golpes en dos etapas consecutivas, ni el desgobierno de un equipo descabezado que le dejó huérfano. Los Pirineos remataron el cuerpo, de tunda en tunda, y le robaron la moral. “Día duro tras meses de sacrifico y trabajo, en 9 días, el Tour 2016 ha terminado para mí. Me resistía a bajarme y no luchar pero hoy el cuerpo dijo ¡basta! Me haré una revisión para saber bien todo y recuperar para futuros objetivos”, escribió a través de Twitter sobre el adiós a un Tour malencarado.
Con fiebre Al madrileño solo le sostenía el orgullo en carrera, el coraje de campeón. El mismo que le impulsó a una locura, a redactar el documento de la rendición con la grandeza de los valientes; a atacar el día que sacó el pañuelo de la despedida. Puerta grande o enfermería, pero pisando arena. Se agarró el madrileño a los 29 gramos, el peso del alma, según algunos, y se lanzó a la épica. La victoria de los vencidos. Contador pedaleó con la inercia de la pasión. Cegado por su propio personaje, por la efigie que ha tallado durante años, el ciclismo antiguo. El tipo que nunca se rinde. No sabe claudicar el madrileño. No le enseñaron a hacerlo. “Alberto es un ciclista viejo”, le describía Martinelli halagando su forma de correr. Obstinado, cuando se sabía débil, a punto de la rendición, enseñó los dientes y el bamboleo de sus hombros con Valverde en la Bonaigua. Por un momento respiró por delante de Froome y Quintana. Un sorbo de bienestar, de paz interior aunque era consciente desde la mañana que su organismo estaba en guerra consigo mismo. La fiebre se serigrafió en su dorsal. “Se ha levantado con fiebre”, explicó Sean Yates, uno de los directores del Tinkoff. Otra arista punzándole el cuerpo, parcheado desde que el asfalto mordiera su cuerpo de este a oeste. El costado derecho se lo lastimó camino de Utah Beach el primer día de carrera. El izquierdo, buscando Cherburgo al día siguiente. Contador pedaleaba entre médicos, curas, vendas y gasas. En los escenarios del desembarco de Normandía, Contador era otra víctima. Su Tour empezó en un cementerio y no salió de allí. Zombie. En una carrera que no hace prisioneros, que exige bordear los límites, Contador era un herido de guerra. No hubo paz para Contador, tullido su ciclismo, que piensa en la Vuelta.
Los Pirineos retrataron a un Contador doliente, incapaz de rehacer su andamiaje, debilitada su estructura. En esas cumbres que le amaron fue abandonado. Tras varias visitas al coche de equipo, que funcionó a modo de confesionario, el madrileño decidió acabar con el martirio que le ataba a la carrera desde el amanecer, con la letanía de verse lejos de sí mismo, irreconocible en el espejo. Sereno, sin una miga de histrionismo, se bajó de la bicicleta, se despidió del Tour con la mano, saludando a la cámara un hasta luego y se sentó en el asiento del copiloto con el rostro serio, pero convencido de que era la única salida posible para un corredor cuya dignidad le impide camuflarse entre los secundarios. A unas horas del día descanso de hoy, Contador se bajó del potro de tortura. Cerró la puerta de uno de los coches del Tinkoff y se alejó hacia el ocaso como en esos westerns crepusculares. El pistolero no dispararía más en este Tour.
froome, sin problemas En el cierre de los Pirineos, un cargamento de pólvora mojada. Otra vez un duelo diabético, repleto de edulcorante en la azotea de la carrera, encharcado Arcalis, un río salvaje ladera abajo. La lluvia, torrencial, un diluvio de gotas gordas, otorgó expresividad a los rostros y planos magníficos a los fotógrafos, pero escurrió a Quintana, tachonados sus ojos en Froome. El colombiano que se despistó en el Peyresourde, decidió actuar con la disciplina de un centinela. “La idea era que Quintana no se separase de Froome”, alumbró Valverde. Quintana cumplió la misión. El colombiano se metió en el bolsillo del líder, que aguardaba el asalto de Nairo. “No paraba de pensar que llegaría el ataque, me lo esperaba hasta el último kilómetro. Me preguntaba si estaba guardando fuerzas para un gran ataque, pero como no lo ha hecho quiero pensar que estaba al límite de sus fuerzas. Se ha mantenido pegado a mi rueda”. Como Nairo solo quería la rueda de Froome, -el británico pegó un par de estirones, sofocados por Quintana, más pendiente de no perder que de remontar, la situación favoreció al británico después de que la carroza del Sky le posara con delicadeza, tachó otro día amarillo. En Arcalis, con Dumoulin festejando su enorme actuación, cantando bajo la lluvia, Froome silbaba una melodía únicamente interrumpida por el estridente Dan Martin y el fogoso Porte, los más bullicioso ante el mutismo de Quintana, tal vez preso del recuerdo de Peyresourde. En medio del temporal Adam Yates también se anudó a la cordada. Hacia tiempo que Contador cortó la última hebra que le unía a la carrera. Entonces lucía el sol. Quiso ver la lluvia, sentir el granizo, bailar sobre la lluvia, pero el Tour, despiadado, le empujó fuera de sus dominios. No le quiso volver a ver. Repudiado Contador.