Tal es la imaginación que gobierna el universo de los niños que apenas necesitan de nada tangible para entretenerse. Les basta con observar algo de movimiento, ya sean unos simples guiñoles o unas humildes marionetas, para que los ojos se les desorbiten y sean incapaces de cerrar la boca, símbolo del asombro y del descubrimiento. Ocupar a un niño es, en su raíz, un ejercicio que carece de engranajes sofisticados, más que nada porque su tremendo imaginario puede suplirlo todo. No existen límites ni nada que se les resista, o casi. Porque del mismo modo que un niño se engancha a un espectáculo hipnóticamente, con frenesí, obcecación y determinación absoluta, posee la entidad suficiente y la inteligencia para que el desafecto le invada repentinamente, sin motivo aparente, aparte la mirada de aquello que hasta ese chasquido le entretenía, y dedique el tiempo a asuntos más interesantes que vienen a ser otro enganche, la contemplación de un paisaje más divertido.
Los niños, que se alimentan básicamente de estímulos y sensaciones, son transparentes y no les genera ningún debate moral un cambio radical de opinión. Se expresan tal y como sienten -desconocen los resortes de la diplomacia- porque no saben mentir. Fue lo que le sucedió a la chiquillería que asistió en Larrabetzu a la final del Interpueblos que enfrentaba a Galdakao, campeona en curso, y Markina. Aguantaron los niños el hilo argumental de la obra mientras ésta contó con algo de chicha, una pizca de emoción y una brizna de equilibrio. Lo que vino a ser un partido y medio, el primer acto de la final de la competición: el duelo de cadetes, lo mejor de la oferta, y el amanecer de la contienda juvenil. En cuanto decayó la diversión, el jolgorio que producen las sensaciones, la bajada risueña por el tobogán, se acabó la narración y los niños corretearon a la calle, a un palmo del frontón, donde les esperaban los monumentos del placer: los columpios.
de perfil bajo La gran cita de la mano aficionado en Larrabetzu, que se presentaba como un acontecimiento de enorme impacto dadas las credenciales, la jerarquía, la dinastía y el rango de ambos contendientes, se quedó en los huesos, a la intemperie, porque la tropa de Markina superó de punta a punta (3-0) a Galdakao, a mil millas de su mejor versión, incluso de una aseada. A los campeones les rebajó varios tonos el tonelaje del evento, su mixtura de nervios, responsabilidad y presión.
Un poco de todo se le acumuló a Atutxa en el pulso de delanteros que mantuvo con el entusiasta y atrevido Albizu en el duelo cadete. A Atutxa le incomodó el pizpireto Albizu y su credo rematador a lomos de una maravillosa volea, que no dio tregua al galdakoztarra, un delantero con una poderosa derecha pero que se anudó a la hora de explayarse con ella. No supo negociar Atutxa el poder de su brazada porque dudó en exceso entre enredarse con Albizu, que le mostraba el señuelo del juego en corto a un palmo del frontis, donde él obtenía mayores plusvalías o cargar sobre Pujana. Mientras intentaba resolver semejante diatriba, Albizu y su solvente zaguero alcanzaron el meridiano con una ventaja estupenda: 3-11. Kepa no varió ni un ápice su propuesta "no sabe jugar de otra manera, es muy valiente", aseguraba Xabier Urberuaga, técnico de Markina, con el corazón al galope en la silla.
emoción e igualdad A pesar de tan árido horizonte, ni Atutxa ni Sainz se borraron, y una vez asentados, discutieron el gobierno del duelo a los markinarras, que de repente contemplaron la espectacular ascensión de sus oponentes, que se colocaron a tres pasos: 10-13. Se activó para el remonte de Galdakao la diestra de Atutxa, que dobló la defensa de Albizu con la cortada, mientras Sainz exigía cada vez más a Pujana, que soportaba con dignidad desde la trinchera el acoso de los galdakoztarras, toda vez que éstos trasladaron el eje del duelo a la trastienda. Allí laminaron con la lija de Atutxa, su derecha de tensos incisivos y aristas, la resistencia de los markinarras, a los que se acercaban cada vez más: 14-15, 15-16 y 16-17. Cuando más se imponía el temple, la toma de decisiones correctas y la pausa, a Atutxa le sobrevino el diván tras fallar una volea de derecha de tanto o tanto que suponía el empate a 17. No ocurrió y Markina rentabilizó magníficamente el desplome moral de Atutxa, que contrariado, se estrelló en la desembocadura de la puja final por la imperiosa necesidad de parchear aquella volea. Los markinarras conquistaron el triunfo después de que Albizu se cobrara el último tanto con un estupendo gancho pleno de arrojo. "Con 21 iguales también lo haría", decía Urberuaga, finiquitado el primer episodio de la final.
El socavón anímico de la derrota se posó despiadado en el tejido competitivo de los galdakoztarras Legorburu y Larunbe, cuya aproximación a la lucha juvenil se quedó cortísima ante Arrieta y Aretxabaleta, dos pelotaris de largo alcance, sobre todo el zaguero, un poderoso Mazinguer que castigó a Mikel Larunbe sin piedad. El zaguero de Galdakao tropezó al comienzo y en cuanto Arrieta y Aretxabaleta olisquearon el goteo de la herida percutieron sin descanso sobre la posición de Larunbe. Con semejante estrategia se catapultaron Iraitz y Andoni, que únicamente dieron carrete a Jon y Mikel cuando concedieron algún tanto por errores propios. Aunque no se abandonaron y defendieron cada pelota como si fuera la última, Legorburu y Larunbe comprendieron que lo suyo era una quimera -aunque se acercaron a cuatro tantos (5-9)- debido al martillo de Aretxabaleta, que aplastó cualquier resistencia junto al efectivo despliegue de Arrieta, alejado de los arabescos, pero tácticamente perfecto y con suficiente capacidad para el desborde. Tan amplia era la distancia entre Markina y Galdakao, que los niños desfilaron hacia la salida. Nada querían saber de lo que quedaba, del derrumbe de los campeones -cedieron 22-10 en juveniles- ni del duelo de cierre a modo de inventario que también se cobraron los markinarras Uriona y Castillo ante Kantxo y Ajuria por 22-13. Después sonó el txistu y el tamboril. Hubo un aurresku. Txapelas para Markina y alegría. Los niños habían vuelto al descorche porque no saben mentir.