Daniel Díaz, 62 años, cicloturista, se pasea ahora por Salta, capital de provincia del norte de Argentina, en el límite, casi, con Bolivia, 700.000 habitantes concentrados en un palmo del valle de Lerma, fértil, de temperatura moderada, ni gélido en invierno ni abrasador en verano, con el orgullo henchido de que los vecinos le detengan el paso y le saluden con admiración casi reverencial: "Enhorabuena por el chico", le dicen. El chico, Daniel Díaz también, 20 años, es el que va sentado en el asiento trasero del coche del Café Baqué junto a Sebastián Tamayo, colombiano, el otro grano exótico del conjunto cafetero, mientras las bicicletas viajan colgadas de la vaca en un acto testimonial, pues arrecia la lluvia y ruge el viento ahí fuera, condiciones prohibitivas para el ejercicio, la inspección sobre el asfalto, que se hace en auto, por tanto, de las subidas a Jaizkibel, San Marcial y Erlaitz, decisivas en la Vuelta a Bidasoa que arranca mañana y en la que el dorsal del argentino ha adquirido un peso descomunal. La razón es devastadora: ha ganado cinco de las nueve carreras que ha disputado desde que a finales de marzo aterrizara en Euskadi; las dos últimas, el sábado, la Clásica Santa Cruz, a lo Merckx, esprintando en cada pancarta, por lo que se llevó la carrera, las metas volantes y la montaña, y el domingo, la Subida a Urraki con dos ataques demoledores que hubiese firmado el más virtuoso de los grimpeurs.

Sobre ello lee, diario en mano. "¡Acá!", exclama entre divertido y sorprendido, "me ponen el gaucho de hierro. Y más acá, que soy un perro. Ja, ja. Y el Messi del ciclismo. Y me comparan con David Etxebarria". Le explican quién es, pues aunque recuerda alguna de las dos victorias del de Abadiño en el Tour porque allá a la Argentina, a su casa de Salta, entraba la ronda gala por la televisión para deleite de padre y vástagos, necesita una referencia más precisa para saber qué es él a los ojos de esos vascos que le maravillan "por su pasión por el ciclismo, jamás vi nada parecido". Le radiografía entonces Rubén Gorospe, su director: "Pequeño, aunque algo más alto que David, fuerte, rápido, que esprinta, que sube bien, que es valiente y parece no temerle a nada". Daniel se encoge de hombros. Hombros que dibujan un ángulo perfecto de noventa grados que enmarcan 1,68 metros de cuerpo menudo, bien dotado muscularmente, pero afilado como un cuchillo.

"Será por eso que subo bien. De hace dos años acá he bajado cuatro kilos", concede Díaz para explicar que fue un ejercicio pleno de sacrificio el tener que milimetrar las calorías y someterse a la disciplina inquebrantable de su hermano, preparador físico y dueño de un gimnasio, para mantener la potencia, subir la cadencia... "Todo eso era necesario para venir aquí, pero no me di cuenta de ello hasta que fui a correr a Bolivia y Ecuador. Allí las carreras no eran como en Argentina, donde todo se decide al sprint, por el viento o por un ataque en el momento oportuno. Hay que ser fuerte, muy musculoso, para sobrevivir en el ciclismo argentino. Por eso no hay escaladores. Por eso Europa apenas se fija en nosotros y sí en el ciclismo colombiano, por ejemplo", dice un ciclista precoz, pues figura ya en la modesta historia argentina por ser el corredor más joven en ganar la Doble Bragado, prueba legendaria, en 74 ediciones disputadas. Lo hizo con 18 años. "Aquello generó mucho revuelo". Su mente se disparó entonces porque "vi que mi sueño de ganarme la vida con el ciclismo, y ganármela bien, no era un disparate. Pero eso no podía hacerlo en Argentina". Ni en Bolivia ni en Ecuador ni en cualquier lugar de Sudamérica en el que corriese. Así que Roberto Braguette, seleccionador argentino, le miró una tarde a los ojos y le dijo: "¡Vete! -a Europa-, tú eres bueno".