Aunque últimamente parece haber sido abducido por el personaje, Joaquín Sabina es uno de los mejores escritores de canciones en castellano del último medio siglo, casi a la altura de Serrat. Lo volvió a demostrar ayer en el primero de los dos conciertos que ofrecerá en el BEC para despedirse de los vizcainos antes de afrontar su retirada con cuatro conciertos en Madrid. Sin salirse del guion, con su carraspera habitual y jugando sobre seguro, desgranó sus éxitos, de Princesa a Calle Melancolía o 19 días y 500 noches, y emocionó a una parroquia entregada y rendida.
La noche respondió al guion previsto. Una leyenda protagoniza los últimos coletazos a su gira de despedida de los escenarios, titulada Hola y Adiós, y el público apareció rendido de antemano, con la emoción y la nostalgia luchando para hacerse con el mayor espacio posible en el pecho de las 10.000 personas que casi abarrotaron el BEC y aplaudieron la bienvenida en euskera.
Para introducir este (pen) último baile en Bizkaia, Sabina optó por proyectar en las pantallas, en lugar de cantarla y para abrir boca, Un último vals, canción compuesta para la gira en comandita con Leiva y Benjamín Prado. En este rosario de recitales postreros las casas de apuestas todavía ofrecen una pasta por él, debido a su profusa historia y a pesar de la voz de lija que se gasta hace tiempo –similar a la de otros grandes cantantes heterodoxos como Dylan y Tom Waits–, alimentada durante décadas con el alquitrán del tabaco y la ingesta inmisericorde de alcohol durante noches interminables asaltadas por la luz inclemente del amanecer.
Cantará como canta y su faceta musical no pasa de correcta, pero su magisterio a la hora de escribir canciones con pasión, alma y una (su) verdad casi suicida salvan cualquier escollo. Empezó reivindicando su pasado reciente con Lágrimas de mármol, una apertura con aroma al universo sonoro de Leiva. Aunque medio “puta vieja”, festejó su supervivencia y que, de momento, vive para cantarlo. Compañera generacional, siguió con Lo niego todo, donde el profeta del vicio, el rey de los suburbios, el Dylan español, el juglar del asfalto, el rojo de salón fue capaz de desmentir “incluso la verdad”.
Parafraseando a su buen seguro admirado Quevedo y a sus sonetos, el jienense fue anoche, a sus 76 y siempre pendiente del telepronter, un hombre pegado a un taburete durante dos horas marcadas por el buen y altísimo sonido y el acompañamiento de una banda veterana, solvente, eléctrica y profesional que le acompañó en su primera mirada por el retrovisor con Mentiras piadosas, medio tiempo rockero que dio paso al ritmo de blues latino de Y ahora que...
Nostalgia y lágrimas
A partir de entonces, el BEC vivió una noche de escalofríos bañados en nostalgia, opresión en la garganta y picor en el lagrimal. La abrió ese himno urbano y triste llamado Calle Melancolía, que ahora que ya no es primavera, se afeó con unos innecesarios arreglos de flauta. Con ella, seguida por el público, se abrió la espita a un reguero de cumbres de su discografía que prosiguió con el deje de rumba canalla de 19 días y 500 noches, ese canto a la ausencia emocional eterna ajena al paso del tiempo, al contrario que “dos peces de hielo en un whisky on the rocks”.
Con ese baladón titulado ¿Quién me ha robado el mes de abril?, el pabellón regresó a aquella “posada del fracaso”, cuando Sabina vestía un traje tan gris como la vida que nos esperaba fuera del BEC y que nos sigue pasando por encima como un huracán. Hoy, ya solo quedan las cenizas de las revoluciones, cantó Sabina con problemas para entonar en Más de cien mentiras, siempre comedido en sus gestos y agradecimientos, casi pudoroso, antes de darse su primer paseo por la ranchera con Camas vacías, con acordeón y la corista Mara Barros a la voz tras la estela de Rocío Dúrcal.
Repartió juego
Sentado en su atalaya y coronado primero con un sombrero y después con su peculiar bombín, el cantautor, magníficamente arropado por las constantes proyecciones y necesitado de descanso, dio juego a su banda y le cedió el micrófono en la cinematográfica Pacto entre caballeros al guitarrista Jaime Asua (exAlarma y de Zornotza); en Y sin embargo te quiero/Y sin embargo nuevamente a Mara, entre el jazz y la copla, a lo Martirio, y al excelso guitarrista, teclista, cantante y productor Victor de Diego en La canción más hermosa del mundo.
Entre ellas intercaló Dónde habita el olvido; esa joya llamada Peces de ciudad, mecida por la armónica; un popurrí de Noches de boda y Nos dieron las diez; esa oda a las vírgenes del deseo con “corazón cinco estrellas” que malviven en locales de sexo cutre ubicados en carreras comarcales titulada Una canción para la Magdalena, solo a voz y piano, y Por el bulevard de los sueños rotos, donde volvió a hincar la rodilla (metafóricamente y realmente emocionado) ante la gran Chavela. El bis apenas pudo incendiar más el pabellón, entregado ante la elegante y magníficamente cantada Tan joven y tan viejo; un Contigo con cita a Bilbao incluida, la de “porque amores que matan, nunca mueren”, aullado por el público, y una demasiado rockera Princesa , aquella chica peligrosa que vivía “entre la cirrosis y la sobredosis”, pero al final acabó muriendo en un asalto a farmacia.
Desapareció con los ojos vidriosos y La canción de los buenos borrachos, cantada por la banda y el pabellón. Sabedor de que ya es demasiado tarde –princesa–, anoche compartió un (pen) último vals con sus seguidores vizcainos, ya que repetirá este viernes. Ahí sí que sus seguidores tendrán que decirle hola, adiós y, recordando a otro genio de las letras y poemas como Leonard Cohen, un hasta siempre. So Long, Sabina.
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