Para reconstruir las vidas de los personajes de la bohemia parisina que habitan su última novela, Máximo Huerta (Utiel, 1971) ha tenido que beber de muchas fuentes, hasta casi emborracharse. Ha visitado biografías, películas, periódicos y documentos de todo tipo para dotar de rigor histórico a todos los personajes de París se despertaba tarde, en la que reivindica a las modelos, a las mujeres anónimas, que posaron para los artistas de los locos años 20.

La novela transcurre en París hace exactamente 100 años, en 1924. ¿Por qué decide situar la novela en la capital gala y en ese momento?

—Porque 1924 es el corazón de los años 20. Fueron unos años deslumbrantes, ingeniosos, insolentes y que crearon vanguardia. Todo lo que pasó allí nos ha servido ahora para que seamos mucho más libres y más creativos. Y, además, ese es un año absolutamente inspirador.

También fue una época de desenfreno económico, de revoluciones culturales y artísticas, de fiestas… Pero, ¿de qué más?

—De experimentación con todo tipo de sustancias, de creación de moda, de liberación del cuerpo de la mujer, que rompe el corsé y se corta el pelo. París también fue en esa época una isla de libertad para los homosexuales. Allí se celebraban fiestas de travestidos y lesbianas. También fue un lugar de libertad para los negros, que eran perseguidos por el Ku Klux Klan en Estados Unidos pero en París eran los reyes del swing. Era un nuevo Harlem, una isla de libertad, y libertinaje, y un refugio para todos aquellos que empezaban a ser odiados en otros lugares del mundo. Todos aquellos que no encontraban patria se sentían bien en París. No eran franceses, pero se sentían parisinos.

¿Y qué fue la cara B de todo aquello? ¿Dónde está el ‘barro’ de los locos veinte?

—El barro es la pobreza absoluta de pintores como Modigliani, que tenían que sobrevivir como podían. A veces a cambio de dibujos les invitaban a una sopa de cebolla. Las familias estaban desmontadas. El que trabajaba lo hacía donde podía. La pobreza era muy dura. Pero, como dijo Hemingway: “Éramos pobres, pero éramos felices”. Esa es, precisamente, la clave de ese tiempo.

En la novela Alice Humbert, su protagonista, declara que “artistas de todo el mundo y de todas las disciplinas, ricos y pobres, gente que quería vivir, pero sobre todo olvidar la guerra” se juntaban en las mismas mesas. ¿Cómo incide una guerra en las personas que la viven en los años inmediatamente posteriores al conflicto?

—En ese momento había necesidad de olvidar. En la guerra murieron un millón setecientas mil personas y los que habían sobrevivido a las trincheras estaban traumatizados y tullidos. La respuesta a todo eso no fue el duelo, sino la fiesta, porque eran demasiado jóvenes para estar recordando que había dolor y el olvido fue necesario para renacer. París renació gracias a la inmigración, que era necesaria, y al olvido. Fue fundamental para que esa década irrepetible sucediese.

¿Cuánto tiempo tuvo que pasar en la ciudad para familiarizarse con este mundo?

—Yo viví en París durante dos años y visito la ciudad cada dos o tres meses. Esta es una novela que se ha gestado, escrito y corregido en París.

En la novela cita a varios personajes que formaron parte del París bohemio. ¿Qué personas destacaría de manera más especial? ¿Por qué?

— A la tribu de Picasso, Modigliani, Kissling, sentados en la misma mesa. A Cocteau, su novio, que acababa de morir. Raymon Radiguet… A todas esas grandes pandillas que se juntaron en esas terrazas de Montparnasse. Eran eclécticas y creativas, porque servían para trabajar pero también para ligar.

¿Cómo reconstruye las vidas de estas personas? ¿Qué siente al hablar a través de ellas? ¿Responsabilidad?

—Yo he querido ser fiel a la época. Por eso, la documentación ha sido exhaustiva. He leído muchas biografías y autobiografías como la de Kiki de Montparnasse. Ella representa cómo los que venían de la pobreza entraron a un mundo de creatividad. A los 13 años ya estaba trabajando y luego acabó rodeada de artistas. Fue la modelo de todos. Eso habla de las ganas de crecer de las personas, de las ganas de empaparse de cultura. Me he empapado con las biografías, las películas, los periódicos… He tenido que beber de muchos sitios, casi hasta emborracharme, para construir y ser fiel a ese momento y a esas mujeres.

¿Y cómo accedieron estas mujeres, que provenían de un contexto socioeconómico que no facilita el acceso a la cultura, a esos círculos?

—La cultura estaba en la calle y los alquileres de Montparnasse eran económicos. Además, se dio una concentración de bares, bistrós y terrazas en un mismo lugar que no se ha vuelto a ver. A Montparnasse le llamaban La Playa, porque había tantas filas de mesas que, a veces, ni siquiera se tenía que consumir. Te sentaban, te invitaban… Había tanta alegría de vivir que el acceso a las conversaciones y a los artistas era la mezcla absoluta de unos con otros. El acceso de las mujeres a todo ese mundo fue a través del modelaje. En una calle, todos los lunes, se improvisaba un mercado de modelos. Paseaban calle arriba, calle abajo y se ofrecían como modelos para entrar en talleres, ganar unos francos y, de pronto, ser esculturas y pinturas.

El caso de Carlos Vermut ha vuelto a traer a la conversación pública la necesidad de frenar la violencia sexual en el mundo del arte. ¿Enfrentaban estos mismos problemas aquellas mujeres de la bohemia?

—Solo que en ese momento no se llamaba así. Es muy difícil mirar el pasado desde hoy, porque en ese momento nadie sabía lo que era un abuso. Seguramente, la modelo se sentiría incómoda, violentada y humillada en esos talleres, pero todo eso todavía no tenía un nombre. Ahora se lo hemos puesto, y eso es muy importante. Encima, los artistas despojaban a las modelos de sus nombres. Pasaban a ser “la mujer anónima”. Y eso ya es violencia. Con esta novela he querido reivindicar a esas mujeres y ponerles nombre. A la mía la he llamado Alice.