SI he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un anillo, al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra. Si he sufrido la sed, el hambre, todo lo que era mío y resultó ser nada, si he segado las sombras en silencio, me queda la palabra. Si abrí los labios hasta desgarrármelos, me queda la palabra”. Se cumplen cuarenta años de la muerte de Blas de Otero y este breve poema, que corresponde a su libro Pido la paz y la palabra, aún resuena con fuerza en nuestros oídos.

Blas de Otero (Bilbao, 1916; Majadahonda, Madrid, 1979) fue uno de los máximos exponentes de la literatura de posguerra y muchos poetas posteriores le son deudores, por su lirismo y compromiso social. Nació en Bilbao “turbio regazo de mi niñez, húmeda de lluvia y ahumada de curas”. Su nacimiento cayó en burgués, como afirma en un poema. Su padre poseía un negocio de metales, que con la Primera Guerra Mundial aumentó sus ganancias. Vivían en la calle Hurtado de Amézaga, en el número 52. Según el propio Blas de Otero, en Historia (casi) de mi vida (1969), “era aquel un piso grande, amplio, de buena burguesía con dos o tres muchachas a nuestro servicio y un gran comedor”.

Cuando cumplió los 7 años, ingresó en la Academia Anglofrancesa, en la sección de párvulos. Más tarde, cursó el Preparatorio e Ingreso de Bachillerato en el colegio de los Jesuitas. Con los jesuitas estuvo dos años, unos versos -incluidos en Pido la paz y la palabra- muestran el miedo de aquel niño que acudía al colegio: “Madre, no me mandes más a coger miedo / y frío ante un pupitre con estampas”.

A los 10 años, su familia se trasladó a Madrid. Su padre se había arruinado, como otros muchos industriales bilbainos. “Fui a un colegio de la calle de Atocha? Hice todo el Bachillerato en Madrid y lo recuerdo con agrado”, en palabras del propio poeta, en cuyos versos aparecerá a través de toda su obra la niña a quien llama Jarroncito de porcelana, la compañera de escuela y de sus juegos infantiles. Pero la vida se encargó de torcer su vocación literaria. “Pensaba estudiar letras, pero un hermano que murió a los 16 años de fiebres tifoideas había iniciado ya Derecho y mi familia me animó a cubrir su lugar”, escribiría Blas de Otero en Historias fingidas y verdaderas muchos años más tarde.

Tres años después, murió su padre. “Para él fue durísimo. Con 15 años se quedó solo con dos hermanas y su madre. Una gran responsabilidad para un joven como él, con una vocación tan clara por la poesía”, recordaba recientemente a este periódico su viuda, Sabina de la Cruz.

A los 16 años regresó a Bilbao con su familia y trabajó como asesor jurídico en Forjas de Amorebieta. Allí, según confiesa él en un poema, comenzó a escribir su primer libro, Cántico espiritual, un conjunto de poemas recitados con motivo del cuarto aniversario del nacimiento de San Juan de la Cruz. Finalmente, abandonó su trabajo para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid.

Este aparente abandono de sus obligaciones filiales creó en él una especie de sentimiento de culpabilidad tan terrible que le condicionó para siempre la vida, a través de la cual arrastró, aunque en cortos periodos, sus depresiones cíclicas. En 1945 sufrió una terrible crisis depresiva que lo llevó a recluirse en el sanatorio de Usurbil.

Poeta total Blas de Otero fue poeta desde niño. “Todavía se conservan libritos de los estudios primarios con dedicatorias en verso para sus compañeros. Estaba en clase de Matemáticas cuando su maestro le sorprendió escribiendo un poema, se le acercó por detrás y le dio un pescozón en la cabeza. Deja de perder el tiempo, le recriminó”, rememoraba recientemente Sabina de la Cruz, que compartió vida no solo con el hombre, sino también con el creador. Su viuda es la máxima experta en su obra y ha realizado un gran trabajo para conseguir recopilar todos sus escritos en el libro Obra completa, publicado en 2013 a través de la editorial Galaxia Gutemberg. “Él me había recitado sus obras, pero hasta el día de su muerte no me puse a trabajar con ellas, no me atrevía. Entonces abrí todas sus carpetas y con todos sus trabajos también realicé mi tesis doctoral en torno a su figura”, explicaba De la Cruz.

Sus primeras obras estuvieron marcadas por un hondo sentimiento religioso en el que expresaba la angustia espiritual y el grito de amor de la criatura al Padre Creador, que pronto se transformó en una queja desgarrada ante la indiferencia de un Dios distante. A la preocupación religiosa le sucedió una poesía de corte más existencialista en la que tuvo cabida el sentimiento amoroso.

A partir de los 50, dio paso a la preocupación social, que le llevó a París donde ingresó en el Partido Comunista. Su poesía se hizo social y cambió de registro abandonando la metafísica anterior en Pido la paz y la palabra (1955) y En castellano (1960), donde era la lucha social, real, concreta, la que le interesaba, escribiendo una poesía para la inmensa mayoría: Con la inmensa mayoría (1960) y Hacia la inmensa mayoría (1962).

Otero se sintió euskaldun aunque no dominase el euskera. Denunció la prohibición proclamada por el franquismo de usar el euskera que cayó sobre Bizkaia y Gipuzkoa, consideradas “provincias traidoras” por el régimen en su poema Euskara egin dezagun. “Al nacer, lo primero que hicieron fue cercenarme la lengua; me dieron el cambiazo. Yo provengo del valle de Orozko y del Duranguesado; tenía perfecto derecho a disponer del idioma de mis antepasados, el que oía a mi abuela en los manzanos y cerezos de la huerta”, escribió. “Blas de Otero fue un hombre de su tiempo -destacó Sabina de la Cruz en el centenario del nacimiento del poeta-, que no fue anulado por su tiempo porque rompió todos los cercos y no hubo más límites a su rebeldía que los que le impuso la piedad”.