bilbao - La paz, los conflictos, el euskera, la política, la cultura, los códigos que conducen al ser humano... A todo ello le canta Benito Lertxundi (Orio, 1942) en su disco Ospakizun gauean, editado hoy en su propio sello, Kantaita Enea. Y sobre todo reflexiona en esta entrevista este músico longevo, sabio y analítico, que abrirá su gira el 27 de octubre en Donibane Garazi y que en diciembre se pasará por el el Kursaal donostiarra, el Arriaga bilbaino, Donibane Lohitzun, Oiartzun y el Baluarte de Iruñea.
Vuelve con disco seis años después.
-Lo podría haber sacado hace casi cuatro. Tenía las canciones y las cantaba en vivo, pero no he tenido prisa. Me gusta que los temas tengan un recorrido y que se vayan formando.
¿Le cuesta cerrar las canciones?
-Sí, tienen su vida propia. Cuando las he grabado directamente desde casa no han funcionado. Me gusta airearlas frente al público. Es su espacio natural y ahí, según la respuesta, suelen variar. Me ha pasado con este CD.
Que edita en su propio sello.
-Este oficio tiene la parte de la creatividad y la industrial y comercial. Y nos hemos lanzado para ser dueños de nuestra obra al completo.
¿Es de valientes la autoedición tal y como está la música y su industria?
-No soy el primero. Había curiosidad por hacer todo el proceso, desde la fabricación a la gestión del CD. Hemos creado una empresa y alquilado 25 días el estudio de grabación a Elkar.
¿A qué se refiere con la celebración del título del disco?
-Celebramos fiestas, cumpleaños, bodas... Tenemos una manera de vivir que se ajusta a un guion y a unos métodos que nos empujan colectivamente; y lo hacemos dependiendo de una cultura y un entorno determinados. Vivimos en función de un código, de liturgias y rituales.
Es una celebración nocturna.
-Es por una experiencia que tuve a los 21. Nos viene dado todo desde la educación y en una celebración me pregunté por qué estaba allí. Era de noche. Todo es una celebración, la vida misma lo es. Hacemos cosas porque las hace todo el mundo, y yo no estaba conforme. Y una noche cambié al comprender la artificiosidad del proceso. Me liberé de tal absurdo. Me sentí solo, pero después advertí que no lo estaba. Y comprobé que la mente o es libre o es solo mentalidad. Y de ahí llega la necesidad de desaprender.
Es un proceso al que le canta.
-Exacto. La cultura tiene connotaciones favorables, pero no nos damos cuenta de que todo es cultura. El torturador es muy culto en su trabajo. Y como la cultura crea conflictos, para liberarse de ellos es necesario desaprender y recuperar la mente.
Esta reflexión me sirve para alabar sus textos, que reflejan que ha vivido y reflexionado mucho.
-La vida no es más que un proceso de comprensión; y la única manera de hacerlo es con una mirada completa. La naturaleza sabia nos ofrece el instinto, la intuición y la inteligencia. No hay nada más puro que una mirada sencilla. Interiormente hay que ser libres, para no ver solo lo que nos obligan a ver colectivamente.
En una de las nuevas canciones liga la libertad a la paz.
-Lo que digo es que la paz no debe ser el objetivo, es una consecuencia, un estado anímico y psicológico. Es la ausencia de conflicto. Lo de los artesanos de la paz representan ese mundo de códigos del que hablo. Es como quien va al médico porque se emborracha. Primero, no beba a diario. No hay remedios mágicos. Olvidamos los conflictos porque son feos.
En ‘Otzandu herrian’ alude a la política, la lengua y el sometimiento.
-Euskal Herria es un pueblo manso. Leo y veo, y no me gusta, que el euskera está demasiado débil para que tenga connotaciones políticas. No conozco ninguna lengua que no las tenga. Y lo que es normal en el mundo, aquí debemos tener cuidado con ello. Eso refleja mansedumbre.
Volvemos al conflicto, entonces.
-Es que un conflicto no se divide: la lengua por un lado y el pueblo, el País y su historia política por otra. Van interrelacionados. Si no se resuelve el conflicto político, la lengua va mal.
Hace mucho frío, pero usted muestra esperanza en ‘Kimu bat zuhaitzan’, la versión de Allan Rankin.
-Las canciones duran poco pero tienen gran poder de sugerencia. Su autor es canadiense y esa canción me la trajo Jon Maia de Terranova. La oyó allí, en un viaje que hizo como los balleneros vascos, en una trainera del XVIII. Le llegó muy hondo y pensó en mí para cantarla tras traducirla al euskera. Pero no me enganchó porque me sonaba a country menor, a polvo y rodeo. La giramos hacia Irlanda y el swing; fue una vuelta total.
La letra alude a la supervivencia del árbol en el más crudo invierno.
-Es una sugerencia mágica, la del árbol que sufre pero del que surge una rama, un brote. De lo caótico puede surgir la esperanza y una nueva vida.
El disco le define en su sonoridad. Antes de empezar a cantar ya se sabe que lo firma usted. Da igual si canta country, folk euskaldun o celta, una habanera, baladas...
-(Largo silencio). Advertir una habanera en Isil isilik es de una percepción muy aguda porque busqué que no sonara a habanera. Fue enfermizo, pero parece que no lo logré del todo (risas). Y respecto a la sonoridad del disco... Me pillas como siempre al terminar. Necesito años para reconciliarme con él, no quiero escucharlo.
¿Necesita alejarse de sus canciones?
-Sí, estoy demasiado dentro de ellas. ¡Tengo tantos recuerdos! Al oír alguna, años después, me digo que no estaba tan mal. Soy de los que no se quedan a gusto, muy crítico. Siempre veo que subo solo media montaña.
Ese sentimiento es muy de artista.
-Igual ese es el motor de todo. Eso sí, me siento bien con estas letras. Son reflexiones de estos últimos años, respuestas a lo que he oído y leído. Con las músicas siempre tengo dudas.
Vuelve a Pessoa, de quien canta: “aprendemos que la vida pasa”.
-Es mi poeta favorito, me identifico con él. Y ese verso solo se lo plantea alguien que ha vivido mucho, no los jóvenes; es algo natural.
Otro de sus referentes es Leonard Cohen. ¿Está harto de que veamos guiños al canadiense en su música?
-Es uno de mis artistas favoritos, como Tom Waits. No tengo palabras para hablar de ambos. Son artistas que amas o rechazas. Waits me crea películas con sus canciones, me mantiene activo. Es el poder del artista.
Su voz se acerca a la de ellos, por gravedad, con los años.
-Es la edad. Antes quería cantar siempre alto, pero con los años he encontrado mi sitio. La gente no me cree, pero sigo siendo un aprendiz.
¿Y la jubilación, se la plantea?
-¿Voy a dedicarme a jugar al dominó y a dar paseos? La comprendo para quien va a una mina. Para mí, sería como quedarme sin oxígeno.
¿Cómo ve la música vasca en 2018?
-Todo lo condiciona el entorno, que debe ser favorable. No veo mucho interés en las instituciones, el país se ha aburguesado. Dicen que no hay presupuesto para conciertos y parece que hasta molestamos. Al no ser un pueblo dueño de sí mismo, andamos ahí, medio arrastrándonos.