bilbao- Su primera novela, Una comedia canalla, vio la luz en 2012. Apenas un año después publicaba El niño que robó el caballo de Atila, una historia que se ha traducido al inglés, francés, italiano, coreano y hasta al persa. Cuatro años después, Iván Repila (Bilbao, 1978) vuelve con Prólogo para una guerra (Seix Barral), un libro que asegura nada tiene que ver con los anteriores.

Sus dos primeras novelas fueron publicadas en un periodo de tiempo muy breve, entre 2012 y 2013, ¿por qué ha tardado cuatro años en editar ‘Prólogo para una guerra’?

-Las dos primeras salieron con un sello que ya no existe. Yo escribí la primera novela entre 2012 y 2013, y la segunda es muy breve, tiene 120 páginas. Cuando publiqué Una comedia canalla ya estaba trabajando en El niño que robó el caballo de Atila que, gracias a mi editor, salió un año después. Tras aquello hubo varios cambios en mi vida y pude ir escribiendo otras cosas. Empecé un proyecto que luego abandoné y, finalmente, me dediqué a Prólogo para una guerra. En realidad han sido un par de años de escritura y luego otro más de trabajo con los editores.

Sus dos primeros trabajos son muy diferentes entre sí, ¿qué encontraremos en esta nueva novela?

-Creo que también es muy diferente, pero a nivel de prosa y de tono se parece más a la segunda. Es cierto que las dos primeras no se asemejaban nada, la primera era una novela muy gamberra, con un lenguaje muy salvaje y disparatado. La segunda fue más poética y concentrada, y esta tercera coincide con ella en el uso de la prosa poética, aunque tampoco se parecen en escenarios, personajes o temáticas.

¿Cree que esa carga poética en sus dos últimas novelas se convertirá en uno de los sellos de su trabajo?

-Cada libro necesita un tono, un léxico y un lenguaje que sea diferente, que mire a los ojos del lector, y el uso de esos elementos depende la historia que queramos contar. Escribir me divierte, tanto si estoy escribiendo en un tono más ligero o gamberro, como si voy a ir hacia un tono más seco o poético. Es curioso porque doy muchos talleres de escritura y algunos dicen que escribir les supone un esfuerzo, que sufren. A esa gente que lo pasa mal escribiendo le recomendaría que se dedicara a otra cosa. Creo que hemos venido a esta vida para sufrir lo menos posible y para ser felices. También es cierto que en la historia de la literatura, las grandes novelas que nos han tocado el alma han sido tragedias, donde los personajes no están felices. Las que nos han hecho amar la lectura son las que nos han pegado una hostia, y normalmente ese golpe te lo pegan las que narran tragedias.

¿Por qué a sus personajes les da nombres simbólicos como El Mudo, Grande, Pequeño...?

-El uso de los nombres de los personajes es todo un género en sí mismo y tiene que estar justificado. Si das un nombre a un personaje tiene que tener un sentido. En mi primera novela todos los personajes tenían motes, porque era una historia ambientada en el mundo del narcotráfico, de los gánster, de la locura. En la segunda hay solo dos, Grande y Pequeño. En esta novela, en cambio, hay dos protagonistas que tienen nombre, Emil y Oona, porque viven en la sociedad cotidiana y me parecía oportuno que lo tuvieran. En cambio, el personaje de El Mudo está desaparecido del mundo, o al menos intenta estarlo, por eso me pareció oportuno llamarle de esa manera.

‘The Guardian’ le definió como un escritor de estilo provocador, ¿se siente identificado con esa etiqueta?

-La verdad es que no lo sé, para mí es muy difícil adscribirme a etiquetas. Comparado con algunos autores no me siento un provocador, pero si me mido con otros quizá sí. Depende mucho del momento, de la frase y de quién la lea.

Puede que sus trabajos se lleven a la gran pantalla. ¿Hasta qué punto cree que deben intervenir los escritores en obras suyas trasladadas al cine o televisión?

-El teatro de El niño que robó el caballo de Atila se está haciendo en París. Yo trabajé mucho en el mundo del teatro, y puedo decir que es una labor muy colectiva, muy de equipo. Por eso a veces el director y el dramaturgo trabajan juntos, el dramaturgo escribe la obra y el director toma ese texto y lo rehace, lo reinterpreta. Eso es lo que me parece bonito. Personalmente yo preferiría no implicarme y ver cómo mi texto original se va transformando en otra cosa por la interpretación de otros. Sin embargo ahora, por cómo está el mundo contemporáneo, se exige una mayor implicación del autor. Mi ideal es que lleguen otros, que lo cojan y que yo observe cómo van modificándolo. No me molestaría esa transformación y me encantaría ver el proceso orgánico del texto, ver cómo en las manos y los ojos de otros, el texto se convierte en algo vivo y distinto.

‘El niño que robo el caballo de Atila’ se publicó en numerosos países, ¿tiene las mismas expectativas para su último libro?

-Tenía una pequeña ventaja para eso, y es que era historia muy breve, por lo que cuesta menos traducir, menos imprimir e igual es más accesible a nivel de contenido. Era un relato muy sencillo. Esta, en cambio, es una novela algo más compleja y elaborada, pero desde luego yo apunto a que se pueda traducir a numerosos idiomas. Depende mucho de la suerte.

¿Se ha sentido más seguro al lanzar esta novela después de su anterior éxito?

-Todas las novelas crean un poco de inseguridad cuando vas a publicarlas. Más seguridad no sé, pero ya he pasado por esto un par de veces antes y me siento un poco más tranquilo, aunque creo que les pasa a todos los escritores. Salvo a grandes mitos como Javier Marías y autores así, siempre crea un poco de vértigo ver cómo será recibida, ver cómo será la edición. Con tres en la mochila uno se siente un poco más seguro, porque sabes dónde pisas.