Parece que de un tiempo a esta parte se lleva la confusión de géneros (¡bienvenida sea!: a mí me gusta). Dicen algunos que esto es especialmente cierto para el mundo literario hispánico, pero también resulta muy propio de las literaturas centroeuropeas y especialmente, me da la impresión, de lo que a un lector medio le puede llegar de la literatura alemana contemporánea editada en castellano (pensemos en la obra de W. G. Sebald, de Martin Walser, de Günter Grass o en lo último de Enzensberger, Hammerstein o el tesón: ¿en cuántas ocasiones no sabemos si estamos ante una novela, una crónica, unas memorias, una reflexión histórica o un ensayo?).

La muerte de Montaigne, del chileno Jorge Edwards, puede ser un buen ejemplo de esta confusión de géneros. Buen ejemplo, digo, por aparecer muy clara aquí la mezcla de unos cuantos géneros; y buen ejemplo también por resultar una confusión muy equilibrada, feliz y rica, muy conseguida.

La Muerte… se presenta como novela, siendo también (y seguramente más) un ensayo literario, muy personal y subjetivo, de historia, de política y de filosofía. Hay además lugar para intercalar notas autobiográficas, eso sí, bien traídas, que vienen al caso, que ayudan a construir el texto, que nos acercan al autor y a su tema. Y, por si fuera poco, se presentan también algunos momentos del proceso de construcción y escritura del libro, de la investigación y sus desplazamientos. Entiéndase aquí confusión, por tanto, como mezcla y suma, porque nada tan lejos de esta obra como la otra acepción de la palabra confusión: estamos ante una obra limpia, sin trampas, casi sencilla en su brevedad, de una simpleza formal muy elaborada y muy sabia.

Jorge Edwards nos acerca a un Montaigne tan personalizado, tan adaptado, tan a su medida, que es ya indistinguible de sí mismo ("este Montaigne del libro soy yo"). Nos explica a su Montaigne, su momento y contexto históricos, su obra, su vida y Jorge Edwards aprovecha a su Montaigne para darnos sus propias ideas sobre algunas cuestiones de actualidad. Se apoya en Montaigne, pero las ideas son de Edwards y aquí hay que reconocer que no nos confunde (particularmente polémico en nuestro entorno podría resultar su distancia de lo que él entiende, aplicado a Chile, como excesos del ejercicio de la memoria política en situación de transición o postconflicto). Pero repito, nos expone sus ideas, mucho se libra de poner a trabajar a Montaigne para darse la razón a sí mismo, a diferencia de Mario Vargas Llosa que sí se ha dado el lujo últimamente de alquilarse a Montaigne para que le secunde en sus ideas: "¿qué hubiera dicho Montaigne al respecto (hablando del 15 M)? Sin duda que había que inquietarse, que…"

El estilo coloquial de esta obra juega con la aparente naturalidad de las reiteraciones del habla sin cansar al lector ("la escritura de Montaigne es una respiración pausada, natural, íntima, que por momentos se hace más intensa, más profunda (…) asombrosamente natural, juguetona, de ritmo incomparable, aficionada a la digresión, algo descosida, fragmentaria casi por definición": ¿nos sirven las mismas palabras que él atribuye a su modelo para describir la escritura de Edwards?).

Informal y nada académico es también su acercamiento a los aspectos más históricos donde unas pocas referencias explícitas se repiten familiarmente ocultando sin duda otra infinitud de fuentes.

Pero esta obra es sobre todo una declaración de devoción del autor por su héroe: "uno de los hombres más libres de todos los tiempos (…) Montaigne significa para mí la libertad, la sensatez, el humanismo superior, y en algún sentido: la lectura y la escritura". Tras años de fiel, constante y desordenada lectura (desde que lo descubre en la infancia a través de Azorín) quiere hacerle con este libro un homenaje: "escribo una fantasía muy personal, mi Montaigne, para decirlo de algún modo".

A los 80 años, supongo que Edwards no quiere perder el tiempo con rigores y equilibrios. Más bien busca transmitirnos, contagiarnos habría que decir en tanto se trata de algo casi más vital que intelectual, su pasión sin límites, incondicional, y su disfrute de décadas por y con Montaigne. Tenga usted, lector, sus 80 años cumplidos, como Edwards, o la mitad, como es mi caso, o la mitad de la mitad… todas las edades serán igual de buenas para dejarnos llevar por la invitación de Edwards y recibir de sus manos este regalo para aprender a disfrutarlo como él mismo disfruta leyendo a Montaigne y, por lo que parece, ha disfrutado escribiendo este libro.