Un historiador de cine estadounidense tuvo la ocurrencia de comparar las cifras de Lo que el viento se llevó (1939) con una película exitosa de hoy día. Los costes principales del equipo de la mítica película de Metro Goldwyn Mayer fueron los siguiente: Historia: 50.000 dólares; guión: 46.196 dólares; reparto: 358.556 dólares y dirección: 363.596. El mismo investigador quiso imaginarse lo que podría costar una película protagonizada por Nicole Kidman y Russell Crowe. Las dos superestrellas australianas se llevarían 35 mi-llones de dólares, dos estrellas menores otros 10; la contratación de un guionista reconocido costaría tres millones y el director cinco millones de dólares.
Los datos comparativos son tan esclarecedores que aportan pistas sobre la evolución de los grandes estudios de Hollywood. Es verdad que en Lo que el viento se llevó tuvieron que alternar cuatro directores de prestigio que tuvieron que imponer sus criterios. Pero todos ellos eran conscientes de que las películas pertenecían a los estudios, que blindaban a sus estrellas.
En el nuevo Hollywood, en cambio, los estudios han perdido el peso que tenían. Metro Goldwyn Mayer ha sido el que peor ha afrontado los cambios sustanciales en la industria y ha aguantado con dificultad en el competitivo mundo del cine. En un estudio como la Metro se enorgullecían de contar con los actores más populares del mundo, pero las mismas estrellas se congratulaban por tener la oportunidad de pertenecer a los estudios más famosos y rentables de toda la historia del cine. En su época dorada el gran estudio materializaba la admiración de todos los profesionales que veían en el rugido del león el símbolo de un trabajo bien realizado y un sistema categórico y jerárquico que sacaba lo mejor de cada uno de sus miles de empleados. Llegó a tener 6.000 empleados y más estrellas que el firmamento: a Clark Gable en los 30; a Spencer Tracy en los 40, o a Mickey Rooney. A golpe de fichajes y con un sistema de trabajo admirable, su ascenso al Olimpo de los sueños ratificó su marca y prestigio. "Hazlo a lo grande, hazlo bien y con elegancia". Ése fue el lema en sus grandes musicales y en películas históricas como Ben Hur, El mago de Oz, Mogambo, o Quo Vadis.
Estrellas. Dentro de la constelación de estrellas de la Metro brillaba Greta Garbo, una actriz excepcional que dio un doble salto mortal al pasar del cine mudo al sonoro y cambiar de registro. El trailer de la MGM que anunciaba la vuelta de la Garbo es histórico. La divina se atrevió a lanzar su carcajada en una de las mejores comedias de la historia: Ninotchka, de Lubitsch. La noticia era que La Garbo se reía. Uno de los biógrafos de la actriz sueca afirma que la MGM firmó un pacto muy secreto con la actriz para que no reconociera públicamente algunos beneficios que no constaban en los contratos. En todo caso, Greta Garbo dejó pronto el cine y no acudía a fiestas y encuentros que consideraba frívolos. No como otras. Jean Harlow fue obligada a dejarse ver en las fiestas para hacerse más famosa. Louis Mayer, el dueño de la Metro, era experto en cuidar a sus actrices: Norma Shearer, Jean Harlow o Joan Crawford. Otras iban en camino. Judie Garland, que se estrenó en el mundo del cine cantando La cucaracha, decía que la Metro estaba obsesionado con Shirley Temple. Una de las leyendas, o los rumores convertidos en historias populares, asevera que Judy Garland fue martirizada por MGM. Otras no pudieron escaparse del milagro del cine. Elizabeth Taylor pisó por primera vez lo estudios a los diez años y se quedó para siempre.
La Metro fue el único gran estudio que consiguió revolucionar el mundo del cine con una actuación de marketing incuestionable, controlando todo el proceso que convierte una película en un éxito o en un fracaso: compra de las primeras grandes salas de exhibición, grandísimos platós, el control de la publicidad en las radios y en la prensa, la contratación de los mejores técnicos artísticos y las mejores estrellas.
Fueron los primeros que apostaron por el color a costa de unas inversiones millonarias. Tras la aparición de la televisión, y la guerra de poderes entre los accionistas en la década de los 50, la Metro empezó una larga letanía que se ha acentuado en los últimos años. El león ya no ruge igual. Y poco a poco su voz se silencia ante la indiferencia de los estudios y la falta de la nostalgia de una industria que mira hacia el futuro: las nuevas tecnologías, el 3D y la creación de nuevas estrellas del celuloide.
En Hollywood hay un dicho: "Pon luz donde hay dinero". Y la Metro, en manos de Sony, la empresa de telecomunicaciones Comcast y las financieras Providence Equity y TPG Capital, está casi a oscuras. Acumula un déficit de 2.912 millones de euros a pesar de su espectacular tesoro: sus películas. Pero las ventas de los dvd no han sido espectaculares. El tiempo corre en su contra y ya ha pedido una sexta prórroga para el pago de cerca de 393 millones de euros que tiene que realizar mañana. En junio de 2011 vencerá una letra mayor estimada en 787 millones de euros y para 2012 la deuda debería estar resuelta, si se cumplen los plazos, lo que parece improbable. De momento, muchos proyectos permanecerán paralizados, entre ellos The Hobbit y la saga de James Bond.
Si Louis Mayer (el verdadero artífice del primigenio éxito de su estudio) levantara la cabeza, encontraría emborronado el estudio al que le dio personalidad. Un estudio con historia pero sin memoria. En 1964, un magnate dueño de casinos y hoteles de Las Vegas se convirtió en socio mayoritario de la MGM por 80 millones de dólares y no tuvo mejor idea que prestarse a una operación muy arriesgada para poder costear la construcción del Primer Grand Hotel MGM de Las Vegas. Todo muy americano. No dudó en poner en venta sus míticos activos (vestuario, atrezzo...) con la mala fortuna de que un incendio arrasó el hotel.