LAS aguas del Ñancahuazú recogen los sudores de la quebrada de Yacunday, próxima a la ciudad Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. Y los transportan al Río Grande, que es uno de los afluentes del Amazonas. Muy cerca de las aguas del Ñancahuazú alcanzó la inmortalidad, a los 49 años, Ernesto Guevara; médico, ministro transitorio y guerrillero. El Che; argentino, cubano y americano.
Hacía un lustro ya que el Che buscaba la eternidad. La encontró en una selva asmática y herida. Una fronda febril y hemorrágica, a dos mil metros de altura, donde las trochas son una bendición y las veredas no existen. Tierra de silenciosos guaraníes. Allí fue donde Guevara atrapó al pelotón de rangers que habrían de cumplirle la última misión.
La revolución que alcanza sus objetivos deja de ser una revolución para convertirse en otra cosa. La revolución, por esencia, siempre está por cumplirse. Cuando logra el éxito, se consolida y ya no es revolución. Lo mismo que una guerrilla numerosa, organizada y bien armada, deja de ser guerrilla para convertirse en ejército. Ernesto Guevara, guerrillero revolucionario, lo sabía.
El Che se dio cuenta de que los Castro se procurarían larga existencia en el Gobierno. El mando perenne. Adivinó que envejecer a la sombra de Fidel era una autopista al vacío. Eso significaba poder, comodidades, reconocimiento y loas. Una vida de viajes, discursos, buena mesa, firma de decretos, quema de dólares y goce de alcobas. Cualquier otro se hubiera dado por satisfecho con menos. Pero el Che quería mucho más.
Poco después de celebrar los cuarenta, Guevara se percató de que una revolución triunfante en un lugar concreto nada cambiaba. Mudaban las personas al mando, los modos de ejercer la jefatura, el tono. Poco más. La mayoría de los pobres permanecían pobres a pesar de que los ricos, y no todos, fueran otros. Caviló. Reflexionó sobre la vía. El mundo era muy grande. Inabarcable. Y el tiempo, infinito. Quizá la eternidad formaba parte de la solución.
Debía salir de Cuba para llevar a cabo el plan. En la isla, tanto un error como un acierto excesivo implicaban el borrado de la memoria. Ni fallar a Fidel ni brillar más que él. Cualquier otra cosa suponía desaparecer de fotos pasadas, presentes y futuras. Y el olvido sistemático.
Aquella especie de trotskismo maoísta de focos de insurrección en todos los continentes constituyó la excusa perfecta. “Necesitamos mil Vietnam”, dijo. Aunque sabía que a él le bastaba solo uno. Incluso una sola bala sería suficiente. Cargó su Astra automática, que le acompañaba desde Sierra Maestra, y se dirigió al Congo a buscar el proyectil definitivo. Fracasó.
El segundo intento lo realizó Guevara en Bolivia. Se asentó con una veintena de compañeros en las laderas que alimentan el Ñancahuazú. Todo se sucedió a la perfección. Según lo previsto, se trataba de un mal emplazamiento con logística imposible. Se produjeron pocas adhesiones, hubo deserciones, espías y delatores. Hasta la CIA picó el anzuelo y se sumó a la persecución por el improbable peligro de que el foco insurrecto se extendiera a Paraguay, Perú, Chile, Argentina y Brasil. La CIA, que presume de inteligencia y trabaja en ella, jamás supo de filosofía.
Lo denominaron Ejército de Liberación Nacional. El ELN. Pero resultaba revelador que se integrarán en él muy pocos bolivianos. El núcleo duro, la docena de fieles a Guevara, conocía todos los detalles. Los armados estaban al tanto de las características y los sacrificios que exigía el plan trazado. Y de que su trascendencia iba más allá de lo territorial. Los rangers bolivianos no tardaron en caer en la trampa. Los gubernamentales creían que iban cazando guerrilleros. Les ilusionaba poder exhibir la cabeza de “Ramón”, que es como se hacía llamar Guevara en Bolivia.
Los pretorianos del comandante guerrillero fueron siendo abatidos como estaba diseñado. Sin una queja. Convencidos del objetivo. Cebando a los rangers. ¿Quien hirió a Ernesto Guevara en una pierna? No existe testimonio del militar que le disparó. Dieron el alto al renqueante Che. Fingió resistirse. Hizo ladrar su Astra.
Condujeron al preso a la aldea de La Higuera. Lo encerraron. Aquellos eran los rangers que había atrapado. Los tenía donde quería. En el amanecer de sol oblicuo entró un soldadito al cuartucho que el Che dominaba atado en su silla. Puede que solo quisiera verlo. Puede que su intención fuera darle de beber. “Vos, oficial ¿Querés la fama? Dispará. Soy Guevara, el Che. Vine a prender la revolución y quemar las iglesias. ¿No tenés coraje para matar un hombre?” El soldadito vaciló. Pero los ojos, enormes, magnéticos, del médico, jugador de rugby, motorista, navegante, enamorado, enfermo, lo subyugaron. Apretó el gatillo de su subfusil. Dos ráfagas. Misión cumplida. Semanas después, la CIA tuvo que disimular el error dejando correr la voz de que había ordenado la ejecución. Mostraron su cuerpo empapado en formol en el hospital de Vallegrande antes de hacer desaparecer el cadáver. Ya era tarde. El cuerpo resulta prescindible cuando su imagen forma parte de la cultura popular.
Nadie recuerda el nombre del soldado que ametralló a Ernesto Guevara en el caserío de La Higuera. Por contra, el Che había alcanzado su objetivo: la eternidad. Se consagró como mito. Icono permanente de cualquier revolución. La inspiración de millones de almas que deseen cambiar el mundo en cualquier era.
Su sangre tiñó el Ñancahuazú. Y desde ahí corrió al Río Grande, el Amazonas y los mares. Ese era el plan. Joven, muerto en acción, vestido de oliva y con la CIA de por medio, la leyenda estaba asegurada. Era mecha para el porvenir. El futuro que siempre quiso conquistar el Che.