Ocupa toda la calle Darío de Regoyos, haciendo esquina con la Gran Vía 64, número vecino al 66, donde hizo fortuna aquel restaurante único, el Guria, donde Jenaro Pildain elevó al bacalao a los altares de los fogones de Bilbao y con el parque de Doña Casilda. Es allí donde reluce el edificio Darío de Regoyos, un ejemplo singular del art decó en su vertiente streamline moderne, también conocido como el estilo aerodinámico de los años 40 del pasado siglo en Bilbao; un edificio racionalista de aire burgués y elegante que fue construido en 1941, al año donde Bilbao –en realidad toda la cornisa cantábrica...– vivió el peor temporal, el más desatado del siglo XX. Es obra de Anastasio Arguinzóniz Urquiza y del aparejador José de Fradua y gasta por nombre el del propio Darío de Regoyos, un artista que estrechó innumerables lazos con la capital vizcaina, por mucho que hubiese nacido en Ribadesella. Según cuentan los libros de arte Darío amó y plasmó en sus trabajos los paisajes vascos con una enorme inquietud y curiosidad. Alrededor de este edificio, de recomendable visita, girará el artículo de esta semana.
Para Pío Baroja no ha habido paisajista en su tiempo como él. A Baroja le interesa la bohemia serena y equilibrada en la que vivía Regoyos, a quien consideró “un anarquista de la pintura”. Y es cierto que la vida de Regoyos fue la de un bohemio, que recorrió Europa con su guitarra al hombro, al modo de bardos como Iparraguirre. Y en Europa, tanto en Bélgica, como en París, convivió y formó parte de los círculos intelectuales, teniendo relación con una nómina de pintores, escultores e intelectuales que conforma uno de los cantos de la modernidad: Daudet, Monet, Degas, Rodin, Pissaro, Mallarmé o Edmond de Goncourt, entre otros. Su temprana inclinación por el arte encontró la oposición de su padre, que deseaba que estudiara arquitectura como él. Tras su fallecimiento, y gracias a la permisividad de su madre, pudo realizar sus deseos artísticos. Durante la estancia de Regoyos en Bilbao en 1908, cuando residía en la calle Espartero n.º 22-3º, llevó a cabo diversas obras, entre las que se encuentra Altos hornos de Bilbao, que recoge un atardecer donde la factura rápida y el colorido son dominantes. En ella contrasta la tranquilidad del paseo ribereño con la actividad frenética de las industrias situadas en la otra orilla, con todas sus chimeneas humeantes. Para resaltar más este contraste, situó a dos personas conversando sin otra presencia que las acompañe. Regoyos muestra en esta obra su madurez como pintor y su sensibilidad para captar la luz. Esta combinación de paisaje con figura humana es frecuente en sus obras. La ciudad le apreció tanto que, como ven, le nombró una calle y el edificio que en ella se alberga.
Son Asturias y Euskadi territorios cercanos en lo geográfico y en lo artístico. Se diría casi, casi, que en lo sentimental. Tanto, que la más nutrida colección de obras del artista Darío de Regoyos (Ribadesella, 1857-Barcelona, 1913) se conserva y se expone en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Pregunten, pregunten a Miguel Zugaza si sienten curiosidad. No por nada se le consideró un profeta del impresionismo en Bilbao.
¿Buscamos alguna anécdota para restarle algo de academia al artículo...? ¡Venga, va! El parque Darío de Regoyos, situado entre la Gran Vía y el parque de Doña Casilda, recuperó su aspecto actual tras la celebración en Bilbao de las World Series by Renault en la primavera de 2005, ya que en esta zona en concreto se instaló una espectacular chicane como parte del circuito urbano que recorrió el centro de Bilbao. ¿Qué hubiese dicho el pintor al ver los sobrenaturales bólidos? ¡Quien sabe!
Fijemos la vista en algún detalle más que rodea al edificio. A sus pies se ubica una plaza con el nombre del pintor. Allí, rodeado de una pérgola, aparece un tritón como ya lo hiciera en el parque Doña Casilda o en el Arenal. Esa figura de un niño tritón con un pez en la mano es una imagen que se repite en distintas fuentes de la ciudad. Al parecer es un modelo de la fundición J.J. Ducel et Fils, por si tienen curiosidad en saberlo.
Les hablaba al principio, recordarán, de una leyenda de la gastronomía en Bilbao, vecina del edificio. Pues bien, permítanme recordarles que dos días después de la muerte de otro legendario, Currito, fallecía de un infarto en Bilbao, Jenaro Pildain, también nacido en 1931, quien desde el restaurante Guria ayudó a difundir las excelencias del bacalao al pil-pil, la receta que tanto ensalzó Manuel Vázquez Montalbán por su capacidad de convertir una momia de bacalao, ajos y aceite de oliva en una de las cumbres de la cocina contemporánea. “Al bacalao, le debo la vida, el poco dinero que tengo y la popularidad”, dijo en más de una ocasión quien ofreció sus guisos desde el restaurante Guria, hasta 1997 año en que se retiró. Por su casa pasaron los que antaño se llamaban, “los apellidos más ilustres de la vida”. El cierre total del local quitó vida a ese edificio y su entorno.
Queda, eso sí, la elegancia en la zona, como si las dos bellezas, la arquitectónica y la artística, se resistiesen a difuminarse con el paso de los años. Sigue siendo, como les digo, un rincón hermoso de la villa, casi una postal. Quizás hiciese falta alguien que escribiese en su dorso pero no siempre es posible la supervivencia eterna. Sea como sea, el edificio que nació del pulso de Anastasio Arguinzóniz deslumbra aún a quienes se atreven a levantar la mirada y recrearse en su fachada. La propuesta de hoy es: inviertan cinco minutos en su contemplación y evoquen el recuerdo de Darío y de Jenaro, dos genios.