Se ha repetido hasta la extenuación. La frase de Miguel de Unamuno, quiero decir. Esa que dice que el mundo entero es un Bilbao más grande. El paseo que hoy los traigo es una constatación. No en vano, hablamos de los menos de cien metros que separan Alaska de Suiza en la cartografía bilbaina. Les contaré más adelante los porqués y los cómos de esta distancia menguante. De salida, fijemos la mirada en el dónde.

Echemos un vistazo a sus orígenes. No por nada, el hombre que da nombre a esta historia singular –no en vano, vengo a hablarles de una calle que va desde Alaska hasta Suiza...–, el célebre Marqués del Puerto, Joaquín Ignacio de Barrenechea y Erquiñigo, fue mayordomo de la reina, consejero del Consejo de Hacienda, ministro plenipotenciario en el Congreso de Soissons, ministro plenipotenciario en Suecia y embajador en las Provincias Unidas. Nació en una importante familia bilbaina que venía dedicándose al comercio desde el siglo XVI. Sus padres fueron Fernando Barrenechea y Mújica y María de Erquiñigo y Ocáriz, quienes, desde bien joven, y para que se perfeccionara en su educación, le mandaron bajo la protección de su tío Andrés de Barrenechea y Fernández del Campo, gobernador de San Francisco de Quito. Tras un periodo bajo este patrocinio, comenzó su carrera en el servicio al rey ejerciendo como capitán de Infantería de las tropas del pretendiente Borbón durante la Guerra de Sucesión. Falleció en La Haya a los 72 años de edad, siendo traído a Bilbao para ser enterrado en el desaparecido convento de San Francisco de Abando. Sus cartas a la villa y otros documentos importantes, se conservan en el archivo del Ayuntamiento, así como en la Casa de Juntas de Gernika. Una calle de Bilbao le recuerda.

Hoy, en pleno siglo XXI, la calle Marqués del Puerto es una de las travesías más apreciadas de Bilbao. Pero viajemos un siglo atrás, cuando en esta calle vivía doña Rita, una gran figura del Bilbao de siempre. De gran educación y finos modales, daba a diario un paseo por la Gran Vía acompañada de su perrito, uno de los primeros que se vio pasear por la Villa con abrigo. A cuenta de la vestimenta del acompañante tuvo que aguantar más de una broma, sobre todo de los estudiantes de la Academia de Ingenieros de Necochea, en Gran Vía 23, que desde los balcones la piropeaban, a lo que ella contestaba agitando la mano derecha en gracioso y elegante saludo.

Su vestuario le daba un aire afrancesado y su popularidad fue tal que una pluma de la época escribió:

“Es una mujer elegante

por demás interesante

por su manera de ir;

ella siempre es original

vaya bien o vaya mal

no va más que un día igual

en la forma de vestir”.

He ahí un guiño al Bilbao chirene que también encontró allí su espacio, en una calle que comienza a la altura de la Plaza Jado y desemboca en la plaza Pedro Eguileor, La del Lepanto, dicho sea así para que la gente que frecuenta lo reconozca.

A la altura del número 10, un edificio modernista de estilo vienés que diseñó Mario Camiña, allá en sus bajos, se ubica la heladería Alaska. El comercio, toda una referencia en la villa, fue inaugurado en 1952. Los propietarios iniciales le cedieron el negocio a la familia de Noemí Rodríguez por amistad. A pesar de las renovaciones, conserva su aspecto clásico: un mural realizado en barro cocido recorre una de las paredes representando el gélido paisaje de Alaska y los asientos formados por láminas de madera recuerdan a los bancos de un tren de antaño.

Con más de 60 años de vida, la pastelería La Suiza, ubicada en el número 4 de Marqués del Puerto, al otro lado de la Gran Vía (a la calle que hoy traigo la corta en dos la arteria principal de la Villa...), una pastelería que nació de la mano de Alfredo Lozano, creador del Café Toledo, allá por el complejo año de 1936. El local crece y avanza en su nombre hasta que necesita ganar espacio. El historiador César Estornés recuerda cómo “tenían un pequeño obrador para hacer los pasteles que servían en la cafetería, pastelería y bollería principalmente. Pero viendo el éxito que tenían decidieron abrir al público en una lonja contigua a la cafetería, la Pastelería Suiza. El café por la parte trasera se comunicaba con la pastelería. (...) La pastelería tenía dos escaparates y una entrada muy estrecha, escaparates viselados y emplomados. En su interior un precioso sofá de madera de caoba, todo muy elegante. También unos frescos de Luis Lerchundi, el puerto viejo de Algorta y uno que representaba la zona minera. “El cruasán almendrado y la torrija siguen siendo, a día de hoy, referentes absolutos de La Suiza y de la cara dulce de Bilbao.

No sería prudente hablar de esta calle sin detenerse en la Sociedad Filarmónica. Se encargó su construcción al arquitecto Fidel Iturria, quien pensó en una sala de cámara de planta rectangular y estilo modernista de inspiración francesa. La sala de conciertos fue inaugurada el 26 de enero de 1904 (ha cumplido ya 120 años...) con uno protagonizado por la Schola Cantorum de París, preámbulo del paso de grandes nombres de la música clásica. Tiene una de las mejores acústicas de Europa y es una suerte de pequeña joya, rodeada por tiendas de moda, locales de hostelería y edificios de lujo en aquel Bilbao del Ensanche. El paso del tiempo ha convertido a esta breve calle en una travesía de muy largo recorrido y prestancia en la villa. l