LA segunda mitad del siglo XVI Bilbao fue una sucursal de los infiernos. No en vano, vivió el gran incendio de 1571 que redujo a ceniza y escombros la villa (el guipuzcoano Garibay diría, en aquellos años, “aunque el pueblo se había quemado, como quiera que su río quedaba en salvo, que él se reedificaría, de modo [que] en breve discurso de años valiese tanto una sola calle, como casi antes todas. Y así me certifican que se ve por la obra, con muy hermosa reedificación, que vale una casa por muchas de las pasadas. Porque todo el pueblo era de tablas, si no era cual o cual casa; pero ahora todo de hermosa cantería, o de ladrillo, resultándoles de este mal mucho bien(...) y las terribles inundaciones de 1593, lo que propició, como nos dijo Garibay, que se replantease el urbanismo de la villa. Por un lado pasando de la construcción de madera a la de piedra y por otro lado reordenando las alineaciones, las parcelas de las viviendas y eliminando las murallas medievales. En el siglo XVII se acometieron intervenciones en espacios situados fuera de la ciudad medieval, como en el entorno del Prado del Arenal y la Sendeja que se convirtió en una nueva área de actividades portuarias. Asimismo en los soportales de la Ribera se construyeron sobre arcos residencias de calidad como el Palacio Arana, que ha llegado hasta nuestros días.

Ahí centramos la mirada, en los bien conocidos como arcos de La Ribera cuyas bóvedas dan sombra a unos soportales decorados al estilo de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel Buonarroti, dicho sea con el mayor de los respetos al maestro italiano. Bien miradas, las pinturas que obligan a quien pasea por allí a alzar la vista a los cielos para recrearse en el espectáculo del street art, no están pintadas sobre la propia piedra que sucedió a la madera que ardió sino sobre un soporte que luego se ancla en los techos.

Es justo ya hablar de las obras y de sus autores, invocados hace ya unos años por la Sociedad Urbanística de Rehabilitación de Bilbao (SURRISA) que puso en marcha el proyecto en 1989 con una doble finalidad: la restauración y recuperación de un espacio tan significativo y olvidado como dichos Pórticos, y aplicar las artes plásticas al paisaje urbano para hacerlo más cordial y estimable.

A pesar de que la temática era libre, los responsables del proyecto estimaron oportuno hacer algo relacionado con el Casco Viejo, las Siete Calles, y su papel en el nacer y renacer de Bilbao y Bizkaia. Los artistas iniciaron su trabajo en el mes de junio después de realizar pruebas de laboratorio para analizar el material más apropiado, optando por el acrílico.

Cumplamos con lo que es de ley. Estos techos están decorados con obras de Justo San Felices (Homenaje a las artes); Roberto Zalbidea (La Leyenda de Kixmi); Ángel Cañada (El ayer y el hoy del Bilbao Filarmónico); Alejandro Quincoces (Alegoría sobre un Bilbao imaginario) y Ambrosio Ortega, Brosio, (Haciendo país). Cada cuál tiene su historia y tiene su porqué. Recordémoslos.

Todo sucedió en aproximadamente una década. Los pórticos fueron pintados entre finales de la década de 1980 y 1990 por cinco artistas que plasmaron sus murales en los techos de los arcos, cuyas imágenes y temáticas acrecentaban así la componente simbólica de dicho espacio público urbano.

Digamos, por ejemplo, que Kixmi (monito) es el nombre con que, según la leyenda, denominaban despectivamente los viejos euskaldunes a ese fenómeno nuevo –Cristo– cuya noticia entonces iba llegando a los pueblos.

Una leyenda narra el final de los gentiles, acontecido cuando éstos divisaron una extraña luz en el cielo. No sabían qué podría significar y fueron a buscar al más anciano y sabio entre ellos. Cuando los cansados ojos de éste consiguieron divisar el fenómeno dijo: “Esa luz anuncia la llegada de Kixmi (Cristo), es el fin de la raza vasca.» Y dicho esto, todos los gentiles corrieron a una sima a esconderse bajo tierra: A falta de otras explicaciones, habida cuenta que el autor de la obra, Roberto Zalbidea, ya falleció la historia proviene de un post.

Curiosamente, como si fuese una forma de restitución moral del destino, en el mismo Bilbao en que fueron detenidos él y su hermano Mariano en la edad franquista, Ambosio Ortega, Brosio, es el único pintor no vasco que aparece en el mural. El mundo arrantzale y un enigmático trato a los peces, el de la siderurgia, la minería o los herri kirolak se reproducen en los altos techos desde 1989. En 2015, cuando le habían llamado de Nueva York, se lo llevó una fatal enfermedad.

Las tradicionales brumas y los paisajes borrosos que brotan en la imaginación de Alejandro Quincoces se recrean en su obra Alegoría sobre un Bilbao imaginario. No se detiene ahí el juego de pinturas. Ángel Cañada firma Ayer y hoy del Bilbao filarmónico en el que pretende “integrar al espectador, tanto por la luminosidad del color como por la temática e historia. Está pintado con la intención de que se sienta en él representada toda persona que lo contemple; la mujer que va a la plaza; paseantes y visitantes y gente que sienten amor por la música . Se distinguen Timo Urrengoechea y su hija María Jesús, el matrimonio Enma Jiménez y Joaquín Achucarro, Pilar Iturburu y su hija Pilar Bilbao, y otros amantes de la melodía. La mirada onírica de Justo San Felices en su Homenaje a las artes redondea un retablo en las alturas que deja huella de lo que fue, ha sido, es y será Bilbao. l