El realismo mágico es Igor Antón atravesando la Gran Vía entre la histeria el 9 de septiembre de 2011. Como en un paisaje onírico, una distopía, el vizcaino rodó por la principal artería de la capital vizcaina en solitario. Bilbao era suyo. El mundo, también. Antón era el apoteosis en medio de un estruendo. Un rayo en la tormenta de entusiasmo que acaloraba su llegada en el retorno de la Vuelta a Euskadi 33 años después. El estallido de un pueblo que festejaba a su héroe, vestido de naranja, en las entrañas de Bilbao. Aquel día, al que Antón llama el Día D, pervive en la memoria colectiva de un país que adora el ciclismo. “Aquel día empezaban las fiestas de Galdakao, mi pueblo, y esta vez se llega en fiestas de Bilbao. No está nada mal la coincidencia”, apunta Antón.

La celebración continuará por todo lo alto el próximo año. La Grand Départ del Tour de Francia elevará el mentón en Bilbao. Otra vez capital del mundo. Después, la carrera francesa conectará Vitoria-Gasteiz con Donostia y el tercer día partirá de Amorebieta hacia el hexágono trazando por la costa. Eso será en julio de 2023. La llegada de este miércoles a Bilbao servirá como ensayo general a la entrada de la Grande Boucle. Hace más de una década, Antón se puso en órbita. El regreso de aquel paisaje retorna a la Vuelta a través de El Vivero, el sitio del recreo y el aprendizaje de Antón. “Ha sido mi universidad. Donde me hice ciclista. De pequeño, subirlo, era como subir el Tourmalet. Siempre he disfrutado en El Vivero”, subraya el de Galdakao.

Ese Tourmalet marcó la victoria más emocional del galdakoztarra, la última del Euskaltel-Euskadi en la Vuelta, comenzó maldiciendo. No es como se empieza, si no, como se acaba. “Eché un juramento por no coger una escapada que se formó. Me costó Dios y ayuda coger la escapada buena”, rememora de aquel día lejano en el tiempo. El vizcaíno agarró al corte bueno en Liendo. Fue el primero en acceder a Euskadi 33 años después de la última visita de un pelotón de la Vuelta. Pidió permiso a sus compañeros de fuga y le concedieron ese honor.

Sentía Antón las piernas juguetonas. El gozo se le disparó en el primer paso por El Vivero, su montaña. Su segundo hogar. El puerto que le fue haciendo ciclista, el alfarero de sus piernas. La subida no posee la mística del Zoncolan, en Italia, donde hizo cumbre, pero es incomparable en lo emocional. En realidad, El Vivero es un no lugar, un territorio que pertenece a la memoria y a los sentimientos más que a la geografía. Aquella tarde de luz espléndida, El Vivero, ardiente, bramaba en favor del vizcaino. “La primera pasada subí mirando a la gente, disfrutando, como si fuera un espectador más. Era impresionante todo la gente que había”, comenta. 

La muchedumbre respondía a la cadena que nunca cesa, a la herencia de la memoria, a la dinastía de los recuerdos que conectan generaciones. Era la misma estampa en otro tiempo. La postal de Loroño atacando en Sollube la Vuelta de 1956. El pueblo como cuneta, soporte y muelle. En ese ambiente embriagador, el impulso de Igor se produjo en la segunda pasada por la cima, donde su familia le encuadraba. Entró en trance Antón, como poseído. Corría con las piernas de miles de aficionados. “Los sueños son la energía que nos mueven, ¿no?”, dice el ciclista. El de Igor Antón era del tamaño del Guggenheim. Grandioso. “Pasar en cabeza por allí también era bonito”. La ciudad era suya. La realidad de la fatiga le cuestionaba el sueño. “Mi pensamiento era que no desfalleciera”, recuerda Antón, que giró a la derecha para encontrarse cara a cara con la Gran Vía. “Cuando gané dije que lo hice en la capital del mundo. Tiene algo de fanfarrón, pero no sé... Lo sentía así”, diserta el ciclista vasco.

“El Vivero ha sido mi universidad ciclista. De pequeño, subirlo, era como subir el Tourmalet”

Igor Antón - Exciclista

“Noté la piel de gallina”

Le esperaba a Antón la avenida de los edificios de rostro aristocrático y arquitectura burguesa cincelados por el peso de la historia de la villa. Una calle sin coches, atestada de aficionados en sus márgenes, el rompeolas de la gran marea naranja. Una misa pagana de exaltación. “En cuanto giré y vi todo aquello, noté la piel de gallina”. Entre el escalofrío y la felicidad, miró por el retrovisor. Giró el cuello para asegurarse de que nadie le perseguía. Entonces, levitó. “En el Zoncolan, por ejemplo, la felicidad fue muy grande, pero lo de Bilbao fue diferente, más intenso”. 

“En el Zoncolan la felicidad fue muy grande, pero lo de Bilbao fue más intenso, mi mejor victoria”

Igor Antón - Exciclista

La villa con la tarde encendida, el ánimo incendiado, era una caja de resonancia magnífica. Éxtasis en el Sagrado Corazón. “Sabía que no se me escapaba la victoria y traté de disfrutarla al máximo”. Antón estaba en el cielo. Si no era el tipo más feliz de la tierra lo parecía mucho. Miguel Madariaga, mánager del Euskaltel-Euskadi entonces, le recibió con ese orgullo que muestran los padres cuando presentan a los buenos hijos. Antón, que había saludado con la mirada a su familia en El Vivero, no volvió a pisar la tierra en la Gran Vía. Ingrávido, el suyo fue un viaje a la Luna desde la montaña mágica.