bilbao. Se extinguió la suntuosidad del Centoanni. Aquella mixtura exótica entre el glamour moderno que cose el aura de Lance Armstrong -el campeón ciclista del siglo XXI, un americano, una estrella universal- y el costumbrismo de la tierra de Fellini, poblada de almas viejas que se ahogan en llanto conmovidas aún al recordar a Fausto Coppi, Il uomo solo al comando que murió hace ya 50 años y que ganó su primer Giro hace 70. En el año I después del centenario se desvanece la pompa y queda la tormenta sentimental, la visutería de la nostalgia, sus arabescos, esa forma barroca de vivir el ciclismo tan íntimamente que se convierte en una cuestión del corazón. El Giro es algo tan visceral que no se puede exportar como si fuera mercancía, unas gafas, un cuadro, unas ruedas, un casco o un maillot. "Para entenderlo hay que ir allí y vivirlo", dicen los seducidos.

El Giro es del pueblo, la carrera de Italia, y como tal permanece en el imaginario popular. Como algo venerable. Inquilino de la memoria. Es su patrimonio la leyenda, la épica, las gestas de hombres envueltos por paisajes sublimes convertidos en santuarios. La carrera rosa vive en el anacronismo como forma de subsistencia porque el palo de la realidad es demasiado contundente: el Giro que arranca mañana, como el de los últimos años, es una cuestión de unos pocos ciclistas, viejos ciclistas, ni siquiera los mejores italianos, nacidos todos en la década de los setenta, por encima de la treintena, que no tienen el cuerpo ya para estar de jota, para resistir el rock&roll de los jóvenes en el Tour, el mayor de los tesoros ciclistas, los ataques demoledores de Contador o Andy Schleck en la montaña.

Puede que no sea el caso de Cadel Evans, 33 años, díscolo y desconcertante, el más dotado de los aspirantes al Giro, dos veces segundo en el Tour, actual campeón del mundo y ganador de la Flecha Valona hace apenas dos semanas, pero que se estrelló el pasado año en Francia, no contra Contador, sino contra sí mismo, contra su obsesión, que le traicionó en junio en la Dauphiné cuando se sintió poderoso ante el madrileño y Valverde y se castigó más de lo que debiera, más de lo que permite el Tour. Sucumbió en julio. Ahora busca otra forma de llegar vivo a París. Ganando el Giro. El legendario doblete que estrenó Coppi en el 49, que también firmó Indurain dos veces -1992 y 1993- y que no se repite desde 1998, desde Pantani. Algo anacrónico. Viejo.

De los tiempos en los que debutaba Carlos Sastre como profesional, catorce temporadas en la brecha, un Tour en la mochila, cinco podios en las grandes, tropecientos kilómetros y la sabiduría que da la experiencia. 35 años, suficiente como para "ser inteligente y saber dónde puedo competir y hacerlo bien", proclamaba antes de partir hacia Amsterdam Sastre, que se las verá en la montaña con Evans, al que ya derribó hace dos años en el Tour, pero también con Ivan Basso y Alexandre Vinokourov, ciclistas viejos que escriben un nuevo ciclismo: de muerte y resurrección, el de los condenados por dopaje que pasan dos años a la sombra y vuelven como si nada hubiese pasado, con la misma fuerza, igual de hambrientos.

La gesta inédita de vinokourov Es lo que genera perplejidad. Ningún ciclista antes había resurgido con la violencia de Alexandre Vinokourov, dos años sancionado por dopaje en el Tour de Francia de 2007, reingresado a la disciplina ciclista el pasado mes de agosto, ganador hace dos semanas de la Lieja-Bastogne-Lieja, uno de los totems del ciclismo reservado a los sobresalientes, y candidato al podio del Giro de Italia.

"Es la primera vez que un corredor sancionado regresa y logra un nivel similar al que tenía anteriormente y, además, gana una carrera de primer nivel. Es inédito. No hay nada escrito sobre eso a nivel de estudios", explica Jon Iriberri, preparador físico y seleccionador estatal de pista, que deambula por las páginas del diccionario tratando de etiquetar lo increíble, de ilustrar lo que supone pasarse dos temporadas, 720 días con sus noches, entrenándose sin el estímulo de la competición, una cuestión, sopesa, que atañe más a la dimensión psicológica que a la puramente física "porque aunque ambas son indivisibles y la una lleva a la otra, mantener el tono físico no me parece tan complicado en un deporte como el ciclismo".

"El ritmo que te da la competición es importante, pero es recuperable. Considero mayor obstáculo la edad con la que Vinokourov ha regresado y ha recuperado su nivel de antes", reflexiona Iriberri, que habla sobre el estímulo de la competición y la incertidumbre que se genera en torno a la posibilidad de que, con cierta edad, colocarse un dorsal no ejerza la misma influencia en el organismo. "Armstrong es el ejemplo. Él dice que este año será mejor que el pasado, pero ¿será así? Hay dudas sobre el hecho de que el lastre de Lance en 2009 fuese la falta de competición".

Eso implicaría que la puesta a punto de Vinokourov durante sus dos años de sanción fue primorosa, pues se escapa del alcance de lo contable el esfuerzo titánico que supone simular en solitario, sin dorsal, la carga física de una competición. "Es sencillo entrenar compitiendo. Muchos corredores que no han sido capaces de ponerse en forma entrenando han usado las carreras para elevar su nivel. ¿Pero al revés? Es un ejercicio que supera la cabezonería. No tiene que ver con la testarudez, sino con la capacidad de agredirse, que no corresponde, en todo caso, a los ciclistas veteranos, que son conscientes de lo que ello conlleva y crean, lo hacen sus cuerpos de manera inconsciente, barreras, formas de autodefensa. Y hay que tener en cuenta que no se trata de volver a correr, sino de volver a ganar. El matiz es importante. Habla del nivel de sacrificio", instruye el seleccionador estatal de pista. El sacrificio es dolor. Y el dolor pertenece al universo de la mente.

ser ciclista Cuentan que el mismo día en el que Ivan Basso reconoció que era Birillo, cliente de Eufemiano Fuentes, exhaló un suspiro de liberación insondable. A la mañana siguiente, ajeno al huracán mediático, salió a entrenar para empezar a preparar la más exigente de las carreras: "Ivan se propuso demostrar que, en contra de lo que pensaba la gente, era fuerte mentalmente y capaz de superar la situación y volver a correr al mismo nivel", dice Giovanni Lombardi, manager del líder del Liquigas, su segundo padre. La confesión fue su mejor victoria de siempre, "porque al asumirlo se quedó en paz consigo mismo y dentro únicamente le quedaron las ganas de andar en bicicleta. Hay dos tipos de ciclistas, los que corren en bicicleta y los que viven para ella. Ivan es de estos últimos. Él se mueve por la pasión por el ciclismo", expone Lombardi, quien sostiene que una vez extraída "la estaca que él mismo se clavó" Basso se alistó voluntario en un vuelta de 720 días de recorrido himalayesco; una travesía huraña, de hechura caprichosa y hondura mística, en la que el chico arrepentido de fe cristiana intimó con su propio ser. "Fue", reconoce Lombardi, "un camino personal. Él consigo mismo. Nadie más. En esa situación puedes tener apoyo, pero nadie te motiva más que tú; tú tienes que creer en ti y en lo que estás haciendo".

Ahonda en ese reflexión Carlos Ramírez, de la Asociación Vasca de Psicología Deportiva, que basándose en declaraciones de Basso, le colocaría "en la postura del ser, el ser ciclista". "Dos años sin el estímulo de la competición, sin objetivos... La motivación debió ser vital para ambos -Basso y Vinokourov-, la motivación entendida como la dirección e intensidad del esfuerzo", traza Ramírez. La intensidad como fuerza que impulsa el cuerpo, como palanca hacia la redención, enorme, brutal, en cualquiera de los dos ciclistas; la dirección, el origen de la motivación, de fuentes opuestas.

Basso: instalado en el ser ciclista, soldado de una batalla interna que dice que no tiene que demostrar nada, que anda en bicicleta porque es su vida y lo hace sobre un alambre en el que trata de recuperar el equilibrio personal, la calma, la independencia o la sobriedad desde la prudencia y la serenidad que le otorga el sentirse liberado tras afrontar una realidad, su trampa, que ha digerido y que no le carcome. Y lo hace desde la consciencia: "El actuar en base a la emoción sería mi primer error. Si quiero demostrar algo, ése sería un error. ¿A quién tengo que demostrar? Más que eso, tengo que manejar mi propia ambición".

Y Vinokourov: en la otra acera, la de la testarudez, empecinado en demostrar, afectado emocionalmente, en el desequilibrio que supone la sed de venganza, la reparación del honor mediante la agresividad, el odio que le aflora cuando gana la Lieja-Bastogne-Lieja y farfulla entronizado que "he mostrado al Vino real. Vino, esto es clase. He entrenado para que tú, los periodistas, confíen en mí de nuevo. Esta es mi revancha". Vino, un ciclista impaciente e intranquilo, autoritario y en constante tensión que refleja hasta su postura en la bicicleta: siempre rígida, hierática.

"Pera ambas motivaciones han servido para llegar al mismo punto. Tanto Basso como Vino han sido capaces de mantener una tensión brutal durante dos años de entrenamientos sin competir que les ha llevado a mantener su nivel", dice Ramírez. Lo hicieron mediante entrenamientos simulados y modelados, imaginando que llevaban dorsal y que corrían vueltas de una semana, por ejemplo, cuyo recorrido, ritmo y condiciones perfilaba Aldo Sassi, el gurú de la preparación del centro Mapei. "Pero se pierde, en todo caso", contempla Lombardi; "a Ivan le ha costado más que ha Vino recuperar el nivel competitivo. Vino ha vuelto y ha ganado la Lieja; Ivan... Ivan no ha ganado aún porque ha acusado más la pérdida de contacto con el pelotón, los cambios de ritmo. Además, el ciclismo ha cambiado en el tiempo que ambos han estado parados. Cuando Basso fue sancionado, Alberto -Contador- ni siquiera había ganado un Tour. Contra Alberto y su generación, Andy -Schleck- o Kreuziger, no puede medirse". Ésa, la de los jóvenes, es otra batalla. El Tour. La de Vino y Basso está en el Giro, con Evans y Sastre, ciclistas de los 70, como ellos. Viejos que perduran.