E tanto vivirlo, ahí quedó la huella, impresa por el uso. Les hablo del que bien pudiera llamarse el segundo casco viejo de Bilbao que, como marca la historia, gira alrededor de una iglesia. Fijemos la mirada en Zorrotzaurre, un espacio llamado a convertirse en puerto de desembarco hacia ese nuevo mundo de ilusiones y proyectos emergentes muy ligado a las corrientes del diseño, la creación y las esperanzadoras artes del bien vivir que nos invitan a pensar en un siglo XXI transformador.

Bilbao ha escogido para semejante empresa unas tierras cargadas de vida que cayeron en desuso o en el olvido a medida que la reconversión industrial avanzaba con sus bulldozers para aplastar el ayer ya perdido. ¿Del todo? No. En la frontal de la ribera de la ría aún pueden contemplarse excelentes ejemplos de edificios asociados con la prosperidad histórica de aquel Bilbao que tan grande fue en los mapas del progreso. A ese paisaje hay que sumar el fervor y el amor a su tierra de un puñado de vecinos que han apostado por mantenerse firmes, por convertirse en el alma de un cuerpo que se abalanza hacia el porvenir con corazones mecánicos y creativos, de buen diseño y alta calidad de vida medioambiental. A ellos, a los últimos mohicanos que aún trotan por las viejas praderas industriales y todavía aman la esencia del barrio por encima de la colonización que se les avecina hay que agradecerles el detalle de no dejar que se borren las páginas de un pasado industrial en el libro de la vida urbana de Bilbao. Son el testimonio de lo que hubo y la referencia de lo entregadas que eran aquellas gentes.

Quiera Bilbao y los gestores llamados a la transformación que se mantengan en pie, rehabilitados y orgullosos de su pueblo como éste está de ellos. Sería la confirmación de que no hemos nacido de la nada, de que en esa misma iglesia del pueblo viejo antaño las oraciones eran otras, aunque el espíritu emprendedor sea el mismo.