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Ispaster, un mapa vivo del caserío vasco

Las Jornadas Europeas de Patrimonio redescubren en la localidad, que reúne un conjunto excepcional de arquitectura rural, la evolución del caserío vasco desde los orígenes góticos hasta las transformaciones del siglo XX.

Ispaster, un mapa vivo del caserío vascoEnemasene

En Ispaster, el caserío no es solo arquitectura: es memoria construida. Su estructura conserva la huella del tiempo y del modo de vida que modeló el paisaje y la identidad del pueblo. En este municipio del noreste de Bizkaia, los caseríos no son la excepción, sino la norma, y en ellos puede leerse la evolución de la arquitectura rural vasca a lo largo de los siglos.

En la jornada celebrada ayer, dentro de las Jornadas Europeas de Patrimonio de Bizkaia 2025, medio centenar de personas —entre ellas la alcaldesa de Ispaster, Garbiñe Saenz de Buruaga, y la diputada foral Leixuri Arrizabalaga— recorrió parte del municipio para descubrir, sobre el terreno, esa historia arquitectónica. La cita no solo ofreció una lección de arquitectura, sino también una forma de mirar el territorio: entender que cada caserío es testimonio de una vida colectiva que sigue dando forma al paisaje.

La visita permitió además escuchar de primera mano la mirada de los especialistas. “Ispaster cumple las tres condiciones que hacen único un patrimonio: antigüedad, diversidad y conservación”, resume el arquitecto Anartz Ormaza, especialista en patrimonio cultural y uno de los guías de la jornada junto a Guillermo Ruiz de Erentxun, experto en caminos y patrimonio. “Aquí encontramos caseríos de distintas épocas, desde los más arcaicos, de raíz gótica, hasta ejemplos decimonónicos, y muchos de ellos han llegado hasta hoy con muy pocas alteraciones”, añade.

Gracias a esa concentración de caseríos antiguos, variados y bien conservados, Ispaster se ha convertido en un lugar privilegiado para comprender la evolución del caserío vasco. En apenas unos kilómetros cuadrados se suceden ejemplos que permiten recorrer, casi cronológicamente, cinco siglos de historia constructiva.

Las raíces del caserío

Los primeros caseríos de Ispaster datan de finales del siglo XV y principios del XVI. Corresponden a la etapa gótica de la arquitectura rural: construcciones sobrias, cerradas al exterior, de pequeñas ventanas y gruesos muros. Eran edificaciones herméticas, concebidas para ofrecer protección frente al clima y al entorno, más centradas en resistir que en mostrar.

Dos siglos más tarde, durante el XVIII, el caserío vivió su gran transformación. El aumento de la producción y los cambios en la organización familiar impulsaron importantes ampliaciones. Muchos edificios duplicaron su volumen y abrieron amplios pórticos de madera que hoy identificamos como rasgo distintivo del caserío. “Los caseríos que hoy reconocemos con sus grandes arcadas y entramados de madera son, en su mayoría, ampliaciones barrocas que ocultaron la fachada medieval original”, explica Ormaza.

Las joyas de Ispaster

Esa evolución puede seguirse con claridad en Ispaster, donde algunos caseríos conservan las huellas de cada época. Entre los ejemplos más destacados que vieron ayer figura el caserío Erkiaga Bekoa, una “auténtica joyita” gótica que ha conservado su estructura principal prácticamente sin cambios desde el siglo XV. Apenas sufrió una pequeña ampliación lateral en el XVIII, pero mantiene su planta, sus muros y la fuerza de su diseño original. Es, según Ormaza, uno de los caseríos más antiguos de Bizkaia y un testimonio excepcional de las formas primitivas del baserri.

El recorrido por la arquitectura rural de Ispaster se amplía con otros edificios que completan la mirada sobre el patrimonio del municipio: ermitas, molinos y palacios rurales ligados al entorno del caserío. “En este recorrido no solo se aprecian caseríos, sino también otros tipos de edificaciones que amplían la mirada sobre la arquitectura rural vasca”, explica el arquitecto.

Entre ellas destaca el palacio rural Urkixa, ejemplo temprano del estilo renacentista aplicado al entorno agrario, la ermita de Santiago y los restos del molino de viento de Aixeder, un vestigio casi único en Bizkaia. A mediados del siglo XVIII, una prolongada sequía dejó sin agua los molinos hidráulicos y llevó a construir apenas media docena de molinos de viento en el territorio. Cuando las lluvias regresaron, la mayoría se desmanteló, pero el de Aixeder conserva aún parte de su estructura, oculta entre la maleza.

Erkiaga Bekoa, uno de los caseríos más antiguos de Bizkaia, conserva su estructura gótica original.

Del siglo XX a la conciencia patrimonial

Durante el siglo XX, el caserío vasco vivió una transformación profunda. La industrialización y el cambio en las formas de vida hicieron que perdiera su función original ligada al trabajo agrícola. “Los caseríos eran pequeñas factorías rurales donde se explotaba el ganado, se secaban los cereales, había huerta y explotación forestal”, aclara Ormaza. Con el tiempo, esa economía autosuficiente se desvaneció y las viviendas comenzaron a adaptarse a un modo de vida más urbano. Las reformas alteraron su estructura: se añadieron cuerpos nuevos, se abrieron porches, se vaciaron los interiores y se sustituyeron las vigas por hormigón. “Se intentó adaptar el caserío a la vida moderna, pero en ese proceso se perdió parte de su esencia”, apunta.

Hoy la tendencia es diferente. La sociedad vasca ha empezado a reconocer el valor patrimonial del caserío y su papel como testimonio cultural. “Hoy en día, cuando se interviene en un caserío, se entiende que no es solo una vivienda, sino un bien cultural que habla de nuestro pasado y de nuestra identidad.”

Una deuda pendiente

Aun así, Ormaza considera que todavía queda camino por recorrer. Recuerda que la identidad vasca se apoya en la lengua y en la cultura inmaterial, pero insiste en que existe “una gran deuda con el caserío, que es otro de los pilares de lo que somos”. Cuando se piensa en el paisaje vasco, añade, “lo primero que aparece es un paisaje rural directamente ligado al caserío”.

El molino de Aixeder conserva parte de su estructura original del siglo XVII.

Por su parte, las instituciones, señala Ormaza, deben seguir inventariando, catalogando y regulando las intervenciones para garantizar la conservación del caserío. La responsabilidad, añade, también recae en la ciudadanía: para quienes viven en ellos, el caserío es simplemente su casa, mientras que desde las ciudades se tiende a idealizarlo. Por eso, defiende, es necesario dejar de romantizarlo y situarlo en su verdadero lugar: “el de un testimonio vivo de nuestra forma de habitar el territorio”.

Un patrimonio hacia el interior

Arquitecto de formación y colaborador en proyectos de arqueología y memoria histórica junto a la Sociedad de Ciencias Aranzadi, Ormaza ha trabajado en la conservación de distintos tipos de arquitectura tradicional y patrimonio cultural. Natural de Bakio, se siente especialmente próximo a Ispaster, un municipio con el que comparte rasgos similares. 

Ambos se asientan en la costa vizcaína, pero no son pueblos marineros. Las condiciones del litoral, sin puerto natural y con playas abiertas, hicieron que su desarrollo se orientara hacia el interior, conservando un carácter rural que ha contribuido a mantener su arquitectura tradicional.

Más que construcciones antiguas, los caseríos de Ispaster son una forma de mirar el territorio. En ellos pervive la memoria de un modo de vida que sigue dando sentido al paisaje vasco. Para Ormaza, el caserío es mucho más que una construcción tradicional: es uno de los pilares de la identidad vasca, “porque gran parte de lo que somos se lo debemos al caserío”, concluye.