CUANDO Begoña Andreu era pequeña había muchas cosas que no les estaban permitidas a las niñas. “Yo me metía en los charcos a escondidas porque no estaba bien visto. Me parecía maravilloso”, cuenta con la misma sonrisa que luciría al chapotear. Con ese punto transgresor e inconformista empujó a su amiga Hortensia Santiago del Campo a seguir estudiando más allá de la educación básica que muchas se fijaban como meta y así llegó a ser profesora de Aintzane Leguina, a la que infundió su pasión por el euskera y la docencia. “Yo estoy en el aula de dos años y todos juegan a meterse en los charcos y tirarse al suelo. Tanto niños como niñas se rebozan en el barro y todo es divertido. Para los padres luego limpiar ya veremos…”, bromea quien fuera alumna de Hortensia.
Ninguna es directiva de una gran empresa ni ha hecho un descubrimiento de vital importancia para la humanidad, pero estas tres bilbainas son un claro ejemplo de cómo una mujer puede cambiar el mundo de otra y así sucesivamente. Es el efecto mariposa de la sororidad.
Hortensia, profesora jubilada, 65 años
“Decía: ‘Niños, al patio’ y solo se levantaban ellos”
Sentadas en los pupitres de un aula del colegio de Basurto, donde las tres estudiaron en su día y Hortensia impartió clases, no pueden sino aflorar los recuerdos. “Cuando nosotras veníamos chicas y chicos entrábamos por separado y el patio estaba dividido por una valla. Ahora eso es impensable. Se tiene un cuidado exquisito en que no haya una discriminación ni siquiera positiva para empujar a las niñas hacia un terreno que igual pisan menos. Se trata de que la educación sea lo más igualitaria posible”, asegura esta profesora jubilada que vio cómo, con el paso de los años, sus alumnas dejaron de ser “tan modosas” para pasar a ser “mucho más reivindicativas”. De hecho, dice, ahora las chicas “son un ente per se”. Prueba de ello es que “cuando en clase decía: Venga, niños, al patio solo se levantaban ellos. Son niñas y hay que hablarlas como tales porque si no, no se dan por aludidas, para que veas si cala...”, comenta.
A sus espaldas, enmarcan sus palabras la pizarra digital y el encerado de toda la vida, ese frente al que se sentaba de pequeña. “Nos preguntaban qué queríamos ser y un 80% decían que secretarias y un 20% que peluqueras porque nuestro objetivo no era trabajar para siempre, sino hasta que tuviéramos una familia que atender”, explica. Esas eran poco más o menos sus expectativas. “Yo era una niña de barrio y estaba destinada, como mucho, a trabajar en una tienda o algo así”, reconoce.
“Bego era muy disciplinada y a su rebufo, como los ciclistas, fui estudiando un curso más y otro y otro”
Por puro “cariño”, sin ser consciente de que con cada palabra de ánimo que le daba estaba cambiando el rumbo de su vida, su amiga Begoña la impulsó a continuar con sus estudios en el instituto de Txurdinaga al que ella iba. “Somos amigas de la infancia, del barrio, e íbamos desde Basurto hasta Txurdinaga andando una hora todos los días ida y vuelta. Bego era muy disciplinada, tenía mucho gusto por la cultura y a su rebufo, como los ciclistas, fui estudiando un curso más y otro y otro”, relata Hortensia.
“La alentaba mucho porque siempre he pensado que podía ser una excelente maestra. Era muy válida y no quería que se perdiera en los derroteros de la nada”, argumenta Begoña, a la que su amiga le está infinitamente agradecida. “Yo era un auténtico terremoto, un desastre en los estudios, pero sentía admiración por Bego y quería ir por su sendero”, confiesa Hortensia, totalmente convencida de que “se enseña con el ejemplo”.
Ella misma ha sido un referente para Aintzane y para el resto de sus alumnas. “No he tenido nunca intención de adoctrinar a nadie, pero se aprende viendo cómo actúan tus mayores y creo que mis alumnos veían en mí a una mujer independiente. Siempre me he considerado bastante libre”, señala. No todas por aquel entonces podían decir lo mismo y mucho menos sus madres, dedicadas en su mayoría al cuidado de los hijos y la casa. “Cosían, lavaban, hacían la comida, atendían a los hijos y tenían la casa perfecta. Hacían de todo, lo mismo un vestido que una tarta”, pone en valor.
Begoña, dependienta jubilada, 67 años
“Fui emprendedora para ser dueña de mi futuro”
No sabe si fue por influencia de su “ámbito familiar” o lo traía de serie, pero lo cierto es que Begoña siempre tuvo un espíritu inquieto y emprendedor, difícil de atrapar en los corsés de la época. “Siempre he querido ser cosas que las chicas no podíamos ser. A mí me parecía más atractivo ser cura que monja”, pone como ejemplo esta mujer, que de adolescente, junto a su inseparable Hortensia, se apuntaba a un bombardeo.
“En el instituto aprendimos mucho. Íbamos a cursillos, acudíamos a reuniones para mejorar la cultura, todo nos interesaba. También fuimos montañeras y aprendimos el espíritu de endurecer, de venga ahí, aunque llueva o nieve... Estábamos despiertas a un nuevo mundo, no el clásico. Ya no queríamos mirar atrás, nos parecía antiguo”, rememora con el entusiasmo de entonces destelleando en su mirada.
Paradojas de la vida, una vez encaminó a su amiga hacia una carrera, Begoña no prosiguió con los estudios. “Quería trabajar, ser autónoma. Empecé en una editorial, se hizo una sociedad anónima laboral y estuve en el consejo de administración. Eso me abrió la mente para montar un negocio y puse una lencería. He sido emprendedora para ser dueña de mi futuro”, explica.
“Siempre he querido ser cosas que las chicas no podíamos ser. A mí me parecía más atractivo ser cura que monja”
Hortensia, que la escucha atentamente, reflexiona sobre cómo las mujeres han ido ganando en independencia. “Yo tengo una hermana, que tiene siete años más que yo, y cuando se casó dejó de trabajar de secretaria. De ella a mí ha habido un salto gigante y de mí a Aintzane un salto gigantesco porque yo creo que las mujeres ya no se plantean vivir de un señor”, da por sentado.
Su alumna, que tiene 32 años, asegura conocer “casos concretos de mujeres que han dejado de trabajar por decisión propia para cuidar de sus hijos, pero no es lo habitual”, admite. “Ahora una gran mayoría quieren ser independientes económicamente y mantener su trabajo”, refuerza Begoña. Su trabajo y, con él, las relaciones sociales, según apostilla Aintzane, que habla con conocimiento de causa en plena crianza de sus dos hijos. “Ahora que lo veo como madre, al estar entre niños todo el santo día, no tienes más vida. No hablas con nadie, solo son tus hijos y la casa. Como mucho vas al parque y al supermercado y hablas con las madres de otros niños. Es un círculo vicioso”, dice.
Begoña retoma la tiza imaginaria y con ella la palabra para corroborar que, como proclama Emakunde en su campaña del 8-M, Detrás de una mujer empoderada, ha habido otra mujer impulsándola a serlo. “Puede ser una madre, una amiga, una tía o alguien que ves en la televisión, que es sensata y no va por la vida haciendo el tonto”, afirma.
Ella no solo ha predicado con el ejemplo, sirviendo en su día de inspiración a Hortensia, sino que se ha empoderado también a sí misma en el terreno laboral. “Siempre he tenido la ilusión de crecer, de saber más cosas. Hay ámbitos en los que con ir a trabajar e ir a casa ya has cumplido, pero si te interesas y te informas, puedes ser más creativa y tomar más iniciativas, te puedes ir reciclando”, aconseja Begoña, quien destaca que “ya todas no quieren ser peluquera, secretaria, tendera, enfermera, cuidadora… Ahora ya hay más aspiraciones”.
Aintzane, profesora, 32 años
“Ahora las niñas se defienden como ellos”
Aintzane retrata de un plumazo a su generación contando cómo “jugaba en el barrio con niños y niñas de todas las edades a fútbol, a polis y cacos, a campo quemado... Lo único que no hacían los niños era saltar a la cuerda. Salvo eso, todo por igual”, explica esta profesora, que cubre “sustituciones en la pública”.
Su vocación no es casual. Tuvo a Hortensia como profesora y le dejó huella. “Yo he estudiado en el modelo A y la forma que tenía de enseñar euskera hacía que a mí me gustara ese idioma. Hay canciones que ella nos enseñó y yo ahora canto a mis hijos. Es una persona que me ha influido en la forma de seguir estudiando y de cómo aprender y enseñarles hoy en día a mis alumnos”, agradece.
Con su mirada profesional puesta en los más pequeños, cabe preguntarse si se perpetúa entre ellos, por ejemplo, la asociación del rosa con las niñas y el azul con los niños. “En las aulas de dos años no se notan diferencias, pero entre los de cuatro o cinco igual sí que se ve lo de eso es de niñas, eso es de niños”, señala.
Ella misma lo ha vivido no hace mucho en sus propias carnes o, mejor dicho, en las de su hijo de apenas dos años. “Le gusta pintarse los labios porque yo me los pinto y salió a la calle así. Nos encontramos con una madre y un hijo y le dijo: ¿Por qué lleva los labios pintados? ¿Es una chica? A mí eso no me gusta y me dijo la madre a mí: Ay, es que eso a este no y eso del color rosa tampoco. Yo creo que son las familias las que inculcan ese tipo de valores a sus descendientes”, concluye.
Lacitos, diademas y maquillajes aparte, la conversación se cuela hasta la cocina, territorio femenino durante siglos. “Por mucho que quieras compartir las labores del hogar, aunque el padre las haga, la que lleva la voz cantante siempre es la madre. Los hijos aprenden con el ejemplo y lo que ven es que es la madre la que dice: Tú haz. No sale de él y ahí queda un poco por trabajar”, pone sobre la mesa Aintzane. “Mis hijos en casa han visto que su padre cocinaba y cocinaba y no se arriman”, dice entre risas Begoña.
“Aunque el padre haga labores del hogar, la madre es la que lleva la voz cantante y los hijos aprenden con el ejemplo”
El que de momento sí está dispuesto a seguir los pasos de su madre es el hijo de Aintzane, que lo mismo limpia la casa que la vajilla. “Hay muchos días que dice: Yo friego, ama, y se coge la silla y se va al fregadero. Empieza a darle con el jabón, me da los platos para meterlos en el lavavajillas y es algo que yo le dejo hacer para que siga haciéndolo porque si empiezas: No, que es pequeño. No, que es tarde… Cuanto antes lo aprendan, mejor”, dice, consciente de los daños colaterales, como las piezas rotas. “Eso es lo de menos”, afirma sonriente. “Luego hay que pasar ahí la fregona”, le sigue la broma Hortensia.
Begoña, que tiene dos hijos, “chico y chica”, también les educó en igualdad. De hecho, recuerda cómo cuando iba “algún amigo a dormir a casa o iban a un barnetegi, mi hijo decía: Jo, fíjate, Periquito no sabe hacer la cama. Le sorprendía”.
Por más empeño que los progenitores pongan en transmitir el valor de la igualdad a sus hijos e hijas la influencia de la sociedad también hace mella. “Aunque tú lo intentes, es muy difícil porque ellos luego lo que siguen viendo en la calle, en los trabajos, en la vida en sí es lo que ven. Por mucho que tú le intentes inculcar unos valores, luego ven otro tipo de cosas”, lamenta Aintzane.
Hortensia no quiere despedirse sin “poner en valor las cosas que tradicionalmente se han considerado femeninas. Ya sé que no mueve el mundo un ama de casa igual que un ingeniero de caminos, pero hay que darle su valor”, reivindica y añade que “antes todo el mundo quería tener hijos, porque trabajan, y ahora todo el mundo quiere tener niñas, porque son más tranquilas”. Aintzane discrepa. “Sería cuando tú dabas clase porque hay algunas niñas que ojito. Antes eran más de criticarse, pero ahora pegan y se defienden igual que ellos. Está bien que aprendan a valerse por sí mismas y a sacarse las castañas del fuego desde pequeñitas”. “Me alegro de oírlo”, dice Hortensia.