Un buzo de faena, una gorra y una linterna de petaca; son las herramientas con las que Juan Cruz Achutegui, voluntario de Protección Civil, y cientos de compañeros, salieron a la calle para tratar de ayudar a las personas a las que el agua sorprendió con una fuerza inaudita aquel aciago 26 de agosto de 1983. Todavía los conserva. “Esta linterna pasó más tiempo debajo del agua que fuera...”, rememora, con la pequeña lámpara de color gris en la mano. La visera, azul mahón, todavía mantiene los bordados de la entidad. Con esfuerzo y voluntarismo suplieron la falta de medios del momento. Retrata un espectáculo dantesco, pero admite que aquella noche en la que recorrió Bilbao y los municipios aledaños, con 29 años recién cumplidos, ni siquiera fueron capaces de hacerse una idea de la dimensión de la tragedia. “No te da tiempo a pensar en nada; te centras en intentar ayudar a la gente”, rememora en una plaza Unamuno en la que los coches, las ramas y los enseres arrastrados por la riada se apilaban en grotescos montones que alcanzaban varios metros de altura. Se ha pasado décadas sin hablar de aquella experiencia, casi tabú en su casa. “No fue una situación agradable, algo como para andar luego contando a modo de anécdota. Pasó y pasó, se hizo lo que se pudo y punto. Nada más”, se le ensombrece el semblante.

Juan Cruz se había unido como voluntario a Protección Civil apenas meses antes de la tragedia, en su Portugalete natal. “Fue el primer municipio de todo el Estado en tener Protección Civil, estando de alcalde Pinedo”, explica. “Hicimos un curso de socorrismo aquí en Portu, en los bajos del Campo San Roque. También habíamos entrenado algunas veces con un equipo de rescate, técnicas de búsqueda de desaparecidos, en Artxanda, y de rescate de personas con cuerdas”. Aquel viernes, 26 de agosto, trabajaba como operario de mantenimiento de la terminal de Petronor en el Superpuerto de Zierbena cuando, al salir, escuchó en la radio que el agua se había desbordado en Bilbao. “Me había pasado todo el día trabajando y no me enteré. Allí había llovido, pero no como para pensar que había sido para tanto... En cuanto lo escuché no lo pensé dos veces; me fui a Bilbao, a la base de los bomberos, que entonces estaba en la calle Barroeta Aldamar, en la trasera de los juzgados”, relata. No tuvo tiempo ni de avisar a su familia, que le esperaba esa tarde-noche como cada fin de semana en Santa Cruz de Campezo, el pueblo alavés en el que veraneaban. “Hasta que no llegué al día siguiente no supieron dónde estaba. Mi mujer se imaginó que me había quedado en Bilbao pero no pudimos hablar”, afirma. De hecho, una amiga que había pasado la semana con la familia en el territorio vecino y volvía el viernes en autobús a Portugalete no consiguió llegar a casa; el tráfico estaba cortado y los viajeros tuvieron que quedarse a hacer noche en Gasteiz, acogidos en un convento.

Cuando llegó, sobre las siete de la tarde, había ya bastantes voluntarios, a los que distribuyeron en grupos; pasó toda la noche en Bilbao, hasta el amanecer, con otros tres compañeros, localizando y ayudando a quien lo necesitara. Uno de los primeros sitios a los que les mandaron ir fue al cuartel de la Guardia Civil de Galdakao. “No pudimos pasar de Malmasin. Los focos iluminaban el final del túnel y el agua tapaba más de medio agujero”, ilustra. Trataron de llegar por Bolueta pero solo llegaron hasta la gasolinera. “Había habido desprendimientos y no nos dejaron pasar”.

El agua arrastró todo a su paso

Iban en un todoterreno, con una zodiac en el remolque “de un particular que había donado la embarcación”. Y es que la falta de medios se tuvo que suplir a la carrera, con las emisoras y walkie-talkies que el padre de otro voluntario había cedido de su tienda de Begoña o las zodiac que tuvieron que sacar de otro establecimiento en las inmediaciones de la plaza Moyúa; allí, en el Gobierno Civil, fue donde se instaló un improvisado centro de coordinación porque el edifico contaba con emisoras. “Ahora existe un 112, pero en aquellos años, no. No había nada. Nadie se esperaba algo así y la organización fue muy difícil. No había teléfonos ni nada, y nos arreglábamos con emisoras, que incluso llevaron algunos radioaficionados, el que tenía. El que no, se las arreglaba como podía para ayudar a la gente”, explica. “Incluso la Ertzaintza se había creado hacía poco. Llegaron vestidos de paisano; solo les reconocías porque llevaban la pistola. Allí les dieron petos y chamarras rojas. En un momento dado preguntaron a ver quién sabía llegar hasta Bermeo por la mar para guiar a un helicóptero porque el piloto no sabía llegar. Uno de los compañeros de Portugalete fue con ellos”.

Devastación en el Casco Viejo

Llegó después de la primera riada, por lo que no llegó a ver cómo el agua entraba en el Casco Viejo con una furia nunca vista, alcanzando más de dos metros de altura en algunos puntos, pero sí fue testigo de la devastación que dejó a su paso. “Desde Begoña intentamos pasar a la estación de Atxuri, porque nos habían dicho que había gente subida a los vagones; el agua llegaba hasta las escuelas y en la estación no quedaban ni vagones ni nada. Luego dijeron que se los había llevado la riada. Por la ría bajaba de todo; recuerdo un depósito de gasóleo de esos grandes que tienen las casas particulares que golpeaba contra uno de los edificios. De nuevo nos tuvimos que dar la vuelta”.

Ya dentro de las Siete Calles tuvieron que pasar a moverse andando, porque las calles estaban impracticables, “llenas de barro y con todo lo que te puedas imaginar. La riada subió, arrastró de todo y cuando bajó el nivel, ahí se quedó”. Grabada se le ha quedado especialmente en la retina –una retina que solo captó imágenes nocturnas en un Casco Viejo completamente a oscuras– la imagen del hueco entre el Museo Vasco y el edificio contiguo, donde se habían amontonado coches, ramas y enseres de todo tipo. “Nos dijeron que fuéramos a Unamuno; había un escenario en forma de media circunferencia donde se solía quedarse gente a dormir. Cuando llegamos allí no había nada, ni gente ni escenario”, ilustra.

En la antigua estación del tren a Derio, donde ahora se erige el Museo Arqueológico, la familia que trabajaba allí les dio café de madrugada. Tocaban casa por casa, con el agua llegándoles por la cintura –“alguien llevó botas de agua pero era como si nada”, se permite bromear–, localizando a personas que necesitaran ayuda para salir del portal y ponerse a salvo. “Eran casas muy viejas y no se sabía si iba a aguantar la estructura. Entrábamos con las linternas, porque no había luz. Recuerdo que había goteras y ahí estaban las familias, metidas en su casa como conejos asustados. Pero muy pocos quisieron salir”.

Se cumplen 40 años de las inundaciones del 83

Le llamó la atención una joyería, que hacía esquina en la plaza Unamuno. “Pensé que la iban a saquear completamente. Me asomé y estaba vacía; se conoce que en la primera riada el dueño ya había sacado todo”. Y la zona de la antigua Aduana, donde el Consulado de Bilbao había sufrido también los envites de la crecida y, aunque no llegó a soltar amarras, quedó absolutamente destrozado. “Había un muro que separaba las vías del tren a Santurtzi y el agua casi lo tapaba también”.

Empapados, aunque no recuerda que siguiera lloviendo esa noche, al menos de forma torrencial, se desplazaron hasta Rekalde, al puente debajo del cual hace décadas pasaba el tren de Feve. “Allí había varios talleres y podía haber gente pero cuando llegamos estaba todo inundado. No pudimos hacer nada. Bajaba el agua en ríos desde los montes”. Esperaron una tanqueta que les habían prometido que iba a llegar para llevarles a otra zona, “porque era la única forma de pasar”, pero nunca llegó. No les quedó más remedio que llegar andando hasta la base del Gobierno civil.

Ya casi a mediodía del día siguiente se retiró con un compañero hasta un autobús con víveres que la gente iba llevando hasta la Plaza Moyúa. De allí fue a recoger su coche, que había aparcado junto al Café Iruñea –“estaba bien, porque en algún momento de la noche se corrió la voz de que el agua había saltado por encima de los puentes y no sabía si iba a estar inundado”– y puso rumbo a Araba, donde le esperaba su familia. “Había un control en la subida de Sabino Arana a la autopista porque no dejaban ni entrar ni salir de Bilbao, supongo que para que no se colapsaran las carreteras pero me puse la gorra y me dejaron pasar. Luego por la carretera no tuve ningún problema para llegar hasta el pueblo”.

Cree que, de repetirse aquella tragedia de nuevo, la reacción sería distinta. “Hoy en día hay más coordinación”, se muestra convencido. Y confía en que, con los sistemas de predicción actuales, las alertas permitan prever con anticipación lo que pueda ocurrir.