ESTAMOS, pongámonos en situación, en cabo Cañaveral con los motores rugiendo y en llamas, como si fuesen la boca de un dragón, y comienza la cuenta atrás para el despegue –ojo, no confundir con el boxeo, donde tantas veces se emplea de manera errónea el término “cuenta atrás” cuando un boxeador besa la lona y no se levanta: para decretar la victoria por KO se cuenta del uno al diez, recuerden...– de la nave. Lo que allí se siente ha de ser algo parecido a la sensación con la que encuentran ahora la cantidad de hombres y mujeres que, durante décadas, han luchado para el derribo del viaducto de Rekalde. Se trata, sabrán, de una suerte de arquitectura brutalista que parte el barrio en dos, marcándolo como aquel navajazo lo hacía en el rostro de Al Pacino en el papel de Tony Montana, el protagonista de Scarface.

Bueno, a lo que iba. La cuenta atrás. Va a presenciarse a cámara lenta si se estima que la solución hallada requiere la excavación de un nuevo túnel bajo el Pagasarri para darle otra salida a la A-8. La obra precisa años de trabajo y las obras calculan, si nada se tuerce, que la demolición llegará en 2028 aprox, como se dice ahora. Hablamos de una operación de largo aliento, si se juzga que la infraestructura fue anunciada en 1964 y empezó a construirse sobre el barrio en 1970. A comienzo de los años ochenta, tiempo de manifas, como se decía entonces, los vecinos de Rekalde ya organizaban protestas y cortes de tráfico. Y el 19 de noviembre de 1999 un camión se quedó cruzado sobre la mediana, lanzó un trozo de barandilla sobre la zona de juegos infantiles de abajo y formó un atasco de seis horas que colapsó la ciudad. Todo ese miedo ya tiene fecha de caducidad.