Ahora que después de dos años, con excepciones eso sí, la mascarilla ya no es obligatoria en interiores, el cubrebocas, que tantas sonrisas ha tapado pasará a la historia por ser ese producto esencial que protegió del coronavirus, llegó a ser un complemento de moda para diseñadores y se convirtió en negocio para muchas empresas. Al principio de la pandemia se agotaron y era casi imposible conseguir una. Hubo quien como Susana Martínez en aquellos días de confinamiento duro, con la ayuda de tutoriales de Youtube, se afanó en fabricar mascarillas caseras con tela de vaqueros con las que protegerse en sus limitadas salidas. Después comenzaron a comercializarse las quirúrgicas y a diferentes precios. Se llegó a pagar por una FFP2 hasta ocho euros, precio que se redujo hasta los 0,60 céntimos.

En el mismo confinamiento la escasez de mascarillas originó también toda una red de filántropos y voluntarios que pusieron su voluntad, su solidaridad y sus conocimientos de costura a disposición de que todo el mundo tuviera una mascarilla con la que enfrentarse al dichoso virus. De la escasez y de los precios desorbitados, las mascarillas se convirtieron en acompañante insustituible que si por descuido alguien se los dejaba en casa o en el coche podría provocar un sentimiento de culpabilidad. "Parecía que eras delincuente. En varias ocasiones volví corriendo a casa, tapándome la cara para que nadie me viese", cuenta Inés Barrenetxea, quien por el momento asegura que en espacios cerrados continuará llevando el cubrebocas. Hasta marzo de 2020, las mascarillas tan solo eran cosa del ámbito sanitario clínico, quirúrgico u hospitalario. No fue hasta la llegada del coronavirus a Europa cuando las autoridades sanitarias comenzaron a advertir de la necesidad de su uso para frenar la propagación del virus.

La sociedad entera se agolpó en masa en las farmacias en busca de un producto que jamás se hubieran imaginado tener que comprar. Sorprendía ver a los asiáticos con mascarillas protegiéndose de la polución de sus ciudades y finalmente acabar todos con media cara tapada para protegernos de un virus que dejaba cada día más muertos.

Nadie duda que esta pandemia nos ha hecho ver que la realidad supera a la ficción. Cuanto más miedo existía y las UCI se llenaban de más enfermos graves de covid, las mascarillas brillaban por su ausencia. "Daban una mascarilla por persona y solo para los de mayor edad", recuerda Janire. Por entonces, no se contaba con suficiente stock y el existente tenía que reservarse para los profesionales de la sanidad, que eran quienes se enfrentaban al virus.

A eso hubo que añadirle que el principal exportador -China- registró un exceso de demanda incapaz de atender, pese a contar con cientos de fabricantes y estar acostumbrado a epidemias. Conscientes de que había que buscar una solución inminente, fueron muchos empresarios los que vieron un potente nicho de mercado para emprender a la mayor brevedad posible.

Mientras que el precio de una caja de 50 mascarillas quirúrgicas en Bilbao . En la villa, cada mascarilla llegó a pagarse a una media de 1,20 euros en farmacias. Incluso las grandes cadenas de supermercados se lanzaron a la venta de estos productos obligatorios por ejemplo para acceder al transporte público y recomendados para salir a la calle durante el estado de alarma. Por ello, empresas vascas como Grado Cero, ante el riesgo de la crisis económica decidió reinventarse y pasar de producir herramientas de excavadoras a mascarillas. Tras 30 años en el sector, Aracama tenía claro que iba a hacer todo lo posible para que su empresa, con 85 trabajadores, no entrara en ERTE. Por ello, decidió comprar siete máquinas chinas para producir mascarillas, un negocio paralelo al que ya tenía. De no tener mascarillas y tener que pagarlas a precio de oro se pasó a repartirlas gratis en estaciones de metro, autobús y trenes para concienciar de su uso. Tanto hemos interiorizado esa idea que ahora, pese a su utilización no ser obligatorio, hay quien asegura que seguirá llevando el cubrebocas, por lo menos, de momento.