BILBAO. Tras la cortina del seudónimo Marta Suria, hay una mujer de 37 años que sonríe. Pese a que de pequeña fue violada por su padre. Pese a que fue cuestionada por gran parte de su familia. Pese a que arrastrará el daño psicológico de por vida. Pese a la “brutalidad” del proceso judicial. Y sonríe porque, aunque su agresor resultó absuelto por falta de pruebas, ella ganó la batalla. “Mi victoria es que sigo con mi vida y esa persona ya no tiene poder sobre mí”, explica la autora de Ella soy yo (Círculo de Tiza), el libro presentado esta semana en Bilbao que le sirvió para “hacer las paces” con la niña que fue. “A Martita le digo: Ahora lo entiendo. No tenemos que machacarnos más. No fue nuestra culpa”.

Una niña abusada por su padre. ¿Sucede más de lo que pensamos?

-En España una de cada cuatro niñas y uno de cada siete niños son víctimas de abuso sexual, por lo que casi todos o todas conocemos a alguien que lo sufre o que agrede.

Han salido a la luz casos de pederastia en la Iglesia. ¿Por qué no afloran los del ámbito familiar?

-El 60% de los casos sucede en la familia. Son las personas que se supone que te tienen que proteger y hay un vínculo de dependencia y amor que se quiebra. Para la víctima supone, además, romper creencias muy arraigadas: honrarás a tu padre y a tu madre, las cosas de familia se quedan en casa... Es tu tribu y salir es muy difícil. También es más tabú porque interpela al entorno. ¿Quién quiere desmontar la familia así? Empiezan las acusaciones de quién lo vio, por qué no se hizo nada... Hay una culpa compartida, que es tan dura que preferimos no verla u olvidarla.

De hecho, su mente borró los abusos sufridos hasta la edad adulta.

-Lo llaman amnesia disociativa. Cuando estás sufriendo un trauma tan tremendo, tu cabeza arrincona esa experiencia en un lugar al que tú no accedes. Hasta que un día esos recuerdos explotan en tu memoria. El libro empieza el día en que, con 30 años, yo empiezo a recordar.

¿Antes no hubo ninguna señal?

-El cuerpo hablaba constantemente, pero ni yo ni nadie entendíamos su lenguaje. Al mirar atrás y reflexionar, empecé a comprender mi bulimia, el odio atroz a mi cuerpo, mis problemas en las relaciones sexuales, mi aislamiento, la tristeza... Entonces desconocía que eran señales. Vivimos en una sociedad donde lo normal es odiarse o tener complejos, así que lo normalicé. Siempre fui la niña buena estudiante y a la vez rara y con eso conviví hasta que llegó un día en el que mi cuerpo ya no podía dejar de ser escuchado.

¿Existió un detonante?

-Había conseguido cierta estabilidad: un buen trabajo, pareja, piso, una vida más o menos normal, y creo que fue entonces cuando mi cuerpo y mi mente decidieron que quizás estaba preparada para afrontarlo.

Y poco a poco le fueron viniendo a la mente los abusos sufridos.

-Todo empezó con un malestar, cierta depresión, pesadillas, hasta que empecé a ver flashbacks, imágenes delante de mí de ciertas escenas donde podía ver a esa niña, pero no la identificaba conmigo. Fue un proceso paulatino y llegó un momento en que ya no tenía ninguna duda de que eran mis propios recuerdos.

Tuvo que ser duro asimilarlo.

-Fue muy complicado aceptarlo. En los meses iniciales yo decía: “Esto es imposible. ¿Cómo esta persona me ha podido hacer esto?”. Hasta que no me quedó otra que asumirlo. Por eso puedo entender que haya personas a las que les cueste creerte, pero también les digo que nadie se inventa algo así con lo duro que es.

Pese a ello, hubo familiares que la tildaron de “mentirosa” o “loca”.

-El libro ha sido un ejercicio de intentar comprender, no un acto de señalización. Quiero creer que para ellos era tan doloroso que se defendieron pensando que yo estaba enferma, que tenía un problema mental? Al fin y al cabo en ese hogar había más adultos que venían, hacían visitas, hablábamos? Les interpela de una manera tan directa que puedo entender que intenten protegerse.

¿Son los abusadores muy sibilinos o también hay mujeres que prefieren mirar hacia otro lado?

-Siempre buscamos culpables y yo tengo claro que culpable solo hay uno. Otra cosa es si los responsables de cuidarte se dieron cuenta, hicieron algo o prefirieron no mirar. Preferimos pensar que los niños son tímidos, fantasiosos o que quieren llamar la atención, antes que asumirlo. Ese es el gran problema, que vivimos disociados de esa realidad. El sufrimiento nos abruma tanto que preferimos quedarnos al margen.

Es incomprensible que un adulto tenga conocimiento y no actúe.

-No podemos olvidar que los niños se explican a su manera y los adultos preferimos no mirar la crueldad porque nos interpela. El profesor, porque se da cuenta de que había señales y no las vio; la madre, porque no vio nada y no se puede explicar cómo no lo vio... Hay que romper eso y un mecanismo es tener claro que culpable solo hay uno. A partir de ahí, todos tenemos que asumir que somos parte del problema y de la solución.

Hay quienes animan a denunciar ‘a la ligera’, pero no debe ser fácil.

-Yo tuve la suerte de encontrar a personas que me dieron la fortaleza para denunciar, pero nadie me dijo que iba a ser altamente traumático. Es frustrante que se le otorgue impunidad absoluta al agresor, porque nadie ve ni quiere ver, y también al sistema porque si te encuentras con un policía que te falta al respeto o con un perito psicólogo que te machaca, esas personas también son impunes.

Visto lo visto, ¿qué aconsejaría a quienes estén en su situación?

-Dado el sistema judicial que tenemos, cada una tiene que hacer lo que necesite y protegerse. Si eso implica no pasar por ahí, que no lo haga y no pasa absolutamente nada.

En su caso, denunció a su padre.

-Tardé tres años en tomar esa durísima decisión. Di ese paso no desde esa necesidad de justicia, sino de romper mi silencio con los que se supone que me iban a proteger. Para mí fue saldar una deuda con Martita, la protagonista del libro. Como lo hice desde ese motor tan vital, desconocía la brutalidad del proceso.

¿Qué fue lo más duro del mismo?

-Fue duro que personas que me apoyaban me dijeran que para qué iba a denunciar, que lo dejara pasar; que un abogado me espetara que a la Justicia no se acude a hacer terapia o que unos peritos psicólogos que no te conocen de nada saquen conclusiones sobre ti en una hora. Quizás lo peor es que el punto de partida, cuando denuncias, no es la comprensión, sino que hay un presunto inocente y, por tanto, tú estás mintiendo o tienes un problema o algún objetivo detrás. Eso vicia la manera en la que te escuchan. Estuve a punto de rendirme. El proceso me pareció terrorífico.

Más si quien lo afronta es un niño.

-Si para mí, que era una mujer adulta con muchísima terapia y apoyo fue tan duro, Martita, con 6, 7 u 8 años, habría pasado exactamente por el mismo proceso. Que cada cual saque sus propias conclusiones.

Todo ese sufrimiento para que, finalmente, su padre resultara absuelto por falta de pruebas.

-La parte judicial no sale en el libro porque yo elijo cómo me narro. ¿Que he sido víctima de abusos y violaciones? Por supuesto. ¿Me define eso como persona? No. Al igual que no me define una absolución judicial. Para mí lo importante, mi victoria, es que estoy aquí hablando contigo, sigo con mi vida y esa persona ha dejado de tener poder sobre mí. Una vez me dijeron que el libro tenía un final trágico, que era esa absolución. Yo dije: “Depende”. Yo te cuento dos finales. ¿Con cuál te quedas: con la absolución o con que sigo aquí?

¿Qué sintió al oír la sentencia?

-La absolución me dejó un sabor muy amargo de lo terrible que es y una falta de confianza absoluta en el sistema. Esa es la realidad. A ver si entendemos de una vez que estas cosas no pasan en la calle, ni hay vídeos ni testigos. Es la palabra de uno contra la del otro. Se tiene que poner la presunción de verdad al mismo nivel que la presunción de inocencia.

Tras este arduo camino, ha conseguido reconciliarse consigo misma. ¿Plasmarlo por escrito ha sido el último paso de su catarsis?

-Escribir es un punto y aparte porque esto no tiene punto final. Nos centramos mucho en las agresiones físicas y no tanto en el daño emocional y corporal que vas a arrastrar de por vida. La victoria es que eso no te detenga. El mayor daño que esto te causa es una culpabilidad extrema y un rechazo absoluto hacia tu propio cuerpo. Escribir ha supuesto hacer las paces conmigo misma. Me di cuenta de que una se perdona cuando entiende que no hay nada que perdonar porque no ha hecho nada mal.

¿A quién va dirigido su libro?

-No es un libro dirigido a otras víctimas. Ellas ya tienen suficiente con sus historias. Si encuentran alivio, inspiración o comprensión, me alegro muchísimo, pero es un libro para todos y todas, para que se escuche. Se dice mucho, “rompe tu silencio”, pero yo puedo gritar a los cuatro vientos lo que me ha pasado y tú puedes pasar de largo, como pasamos ante gente sin techo que duerme en la calle o las noticias espeluznantes de refugiados ahogándose en el mar. En estos casos es lo mismo.

¿Cómo acompañar a las víctimas?

-Si hay un consejo para esas personas es: No hagas preguntas, no cuestiones. Escucha, escucha y escucha.

¿Qué les diría a quienes han sufrido abusos y aún callan?

-Haz lo que tú necesites, no lo que te aconsejen, ni lo que otros quieran. Nada de lo que tú decidas te hace ni más ni menos que nadie.

A veces se ‘juzga’ a las víctimas.

-El hecho de que no te crean o de que la gente sienta que te puede dar consejos o cuestionarte al principio hace muchísimo daño. Yo recuerdo el terror a decirlo, qué van a pensar, no me van a creer... A esas personas que cuestionan y juzgan les preguntaría: ¿Por qué no me crees? ¿Por qué no entiendes mi miedo?