SE levantan a las 6.30 de la mañana. No desayunan hasta dos horas después. Rezan la mayor parte del día y trabajan el resto. Se hablan lo imprescindible. No leen periódicos, ni oyen la radio, ni navegan libremente por Internet. Apenas encienden la tele los domingos para ver la misa o algún informativo cuando hay una catástrofe por la que orar. En el magnetofón solo escuchan música católica o conferencias religiosas. Las revistas con las que se mantienen al día también lo son.
Solo de pensar en el madrugón en ayunas, en la austera celda, en la falta de un dispositivo móvil en el bolsillo, a más de uno se le borraría la sonrisa de la cara. Pero eso es precisamente lo que no les falta a este grupo de monjas de clausura mercedarias, procedentes de India y México, que se han prestado excepcionalmente a abrir las puertas del Monasterio San José, en Loiu, para mostrar su estilo de vida, “invitar a las jóvenes a que nos conozcan” y acabar con esa imagen de “mujeres encerradas entre cuatro paredes que están amargadas” que a veces se tiene de ellas, intuye la madre Leire. “La gente piensa: 24 horas esas mujeres ahí metidas ¿qué hacen?, pero se nos pasa el día y ni nos enteramos. Entre una cosa y otra, siempre estamos ocupadas”, explica la madre superiora Flavia. Una cosa y otra es básicamente “rezar por la humanidad”, pero también trabajar en la cocina, el obrador, la limpieza, la casa espiritual, el cuidado de las mayores... En el monasterio conviven 13 monjas de entre 35 y 92 años. Las siete más jóvenes son mexicanas e indias. “Cada una tenemos a una enferma”, apuntan y añaden que, pese a rondar los 40, a los ojos de las madres octogenarias, ellas son “unas niñas”.
Sentadas en semicírculo, comentan que a veces no tienen tiempo ni para salir al campo que rodea al monasterio o que están tan atareadas que salen del coro, a las diez y media, y no se vuelven a ver las caras hasta el mediodía. Pero, lejos de lamentarse, lo cuentan entre risas. Como si pensaran en aquellos que se creen que están, mano sobre mano, aburridas. “Lo pasamos bonito en el obrador cuando hacemos las pastas, las tartas... Estamos muy contentas haciendo nuestro trabajo. En el obrador hay una jefa; en la cocina, otra, y las que vamos turnándonos somos las obreras. Parece una oficina”, dice la madre Leire y a todas les da la risa. “Ayudando a las mayores también te la pasas graciosísima porque algunas te dicen cada cosa...”, asegura otra de las hermanas. Pero que nadie se llame a engaño. Pese a la felicidad que irradian, su “misión es orar” y la comunicación entre ellas se restringe a “los dos momentos de recreo” que tienen a mediodía y a la noche y que aprovechan para comentar la homilía, cómo han pasado el día o hablar de sus familias, a las que solo pueden ver cada seis años y llamar en fechas señaladas. “Podemos hablar con ellos en Navidad, en los cumpleaños...”, detalla la madre María Eugenia.
“Batallar con la familia” Al exterior, señala la madre Mercedes, salen para “ir al médico, arreglar papeles o hacer compras porque no somos seres extraños, somos personas con necesidades humanas”. Y lo hacen “vestidas de monjas”, dice, “para que vean que seguimos a Cristo y que hemos venido porque queremos, no porque estemos atadas. Nuestra misión es entregar nuestra vida aquí dentro por los demás. Que no lo entiendan no nos importa”. Sus palabras cobran especial sentido porque sus propios padres no compartieron al principio su decisión. “Iba a empezar la Universidad. Cuando se lo dije, no se lo creían. Tuve que batallar muchísimo con ellos y escapar de casa para ser monja”, relata.
Tampoco los de la madre superiora, Flavia, las tenían todas consigo. Tenía 22 años cuando dos monjas llamaron a su puerta buscando vocaciones y no se lo pensó dos veces. “Mi familia estaba sufriendo: ¿Cómo vas a ir a un país tan lejos, que no sabes nada de la lengua, y con el frío que hace? Cuando llegué aquí, en noviembre, todo nevado, parecía una nevera. Estaba congelada”, recuerda y todas se ríen, también Rosa y María de Jesús, las más calladas. “Tienes que poner que estamos encerradas entre cuatro paredes, pero somos felices. A ver si alguien toca la puerta: Hemos leído vuestro testimonio y venimos un grupo de doce”, bromea Leire y vuelven a brotar las risas.