Cinco generaciones para una sola historia
Josefa es una vecina de Areatza que a sus 91 años puede presumir de ser tatarabuela y estar al frente de una saga de mujeres nacidas en la localidad
Areatza
En 1921 Irlanda se independiza de Inglaterra, el presidente del gobierno español Eduardo Dato es asesinado en Madrid y Hitler se convierte en el líder del nacionalsocialismo alemán. Mientras, en Arratia, cuando el tranvía eléctrico inaugurado en 1902 unía Areatza con Bilbao, nace Josefa Iruarrizaga en el barrio de Elezkano, ubicado entre Dima y lo que antes se conocía como Castillo-Elejabeitia, hoy Artea. Poco se iba a imaginar esta niña, hija de una familia con ocho vástagos, que iba a echar raíces en Villaro, un municipio floreciente pero desconocido para ella, que no sabía ni una palabra de castellano. No obstante, Areatza se convirtió en su casa.
A los 18 años, Josefa se casó con Tomás Etxebarria Atxa, natural de Villaro, y se trasladó a vivir a esta villa, concretamente a la calle Bekokalea, donde ha residido hasta que hace nueve años fue trasladada a la residencia de la Mancomunidad en Dima por una lesión en la cadera. Hoy en día apenas reconoce a la gente aunque no deja de lanzar besos a sus tataranietos. La vida de Josefa no ha sido fácil, ni siquiera antes de trasladarse a a Areatza.
Trabajadora de la fábrica galdakaotarra de la Dinamita, sufrió en sus propias carnes el horror del fuego cuando, con 17 años, se vio inmersa en una explosión. Como consecuencia de esta perdió varios dedos de las manos, se dañó un ojo y parte de la piel del rostro. Así, en su cara quedó marcada para siempre la huella de la metralla incrustada.
"Era una chica muy guapa, de llamar la atención. Por eso fue todavía más shock para ella verse desfigurada", comenta su hija, Rosa Mari.
A pesar de las lesiones, Josefa tuvo suerte. Salió viva de lo que podía haber sido su fin. Sangrando, se agarró fuertemente a la pierna de otro trabajador en mejores condiciones que ella. "Le dijo que, o le ayudaba a salir o no se soltaba y morían los dos", asegura su familia.
Tras aquella amarga experiencia, Josefa lamió sus heridas casándose con Tomás, el mayor de una familia de siete hermanos. Con él tuvo a su hija Rosa Mari Etxebarria a los 20 años en su propia casa de Bekokalea. Tampoco a partir de entonces su vida fue sencilla. Conseguía su sueldo trabajando en lo que podía. En los años del hambre, incluso llegó a vender pan de estraperlo. Lo compraba en la panadería Onaindia del pueblo y lo transportaba hasta Bilbao en el tranvía. "A veces por el camino le requisaban la mercancía", explica su hija.
Para defender y mantener su peculiar negocio, Josefa se pasaba las noches en la panadería haciendo cola para que nadie se le adelantara a comprar el pan. Sin dormir, cogía el primer transporte hacia la capital donde vendía las hogazas. Más adelante estos viajes a Bilbao darían más frutos. Acabado el estraperlo de las primeras décadas de la dictadura franquista, cuando el Gobierno fiscalizaba y racionalizaba los productos generando el desconsuelo entre las clases que no podían comprar comida en el mercado negro, Josefa empezó a comerciar con pescado.
Acercaba el sabor del mar del mercado de la Ribera y lo vendía por el pueblo y entre los caseríos. Entonces contaba con una socia, Carmen Mínguez, y hacía los viajes en furgoneta. La imagen de una Josefa con la cesta a la cabeza aún hace sonreír hoy a Rosa Mari.
En esta época, su hija ya era más mayor, había cumplido los 12 años y ayudaba a su ama. Hasta la fecha, había sufrido el trabajo de estraperlista de su madre un tanto de morros. "Como se pasaba la noche casi sin dormir en la panadería, cuando volvía de Bilbao quería estar tranquila y echar la siesta. Para ello, me obligaba a mí también a dormir. Yo no quería. Mis amigos estaban en el río", confiesa la ahora madre de cinco hijos. De su infancia, Rosa Mari Etxebarria recuerda las calles de Areatza y la plaza cubiertas de cereal y paja en época de recolección.
Rosa Mari nació el 19 de julio de 1941 en Areatza, en la misma casa en la que sigue viviendo. Iba a la escuela en el local que durante muchos años después sirvió de residencia de ancianos y que hoy vuelve a acoger a los alumnos del pueblo. Según sus recuerdos, las profesoras eran monjas. "También fui al colegio de que estaba encima de la Guardia Civil, donde está ahora el Ayuntamiento, que entonces estaba en el que hoy es el centro de Interpretación del parque natural de Gorbeia", explica.
En 1960 Rosa Mari se casa con Paulino, un vecino de Galdakao, nacido en San Miguel de Basauri y criado en Bengoetxe. La hija de Josefa cuenta que conoció a su marido con diez años a pesar de que él ya contaba con 20 y tenía novia. "Empecé a salir con él a los 15 y con 18 me casé. Solía decir que había cogido a una mujer joven para que le cuidara y así está siendo al final", cuenta Rosa Mari. Juntos tuvieron seis hijos de los que vivieron cinco. Tres chicos y dos chicas. En Areatza siguen viviendo dos y el resto se ha repartido entre Orozko, Algorta y Galdakao.
Una de estas hijas es Pili Amarika. Nació el 9 de octubre de 1960 y tuvo una infancia feliz jugando con las decenas de niños que vivían en Bekokalea. "En esa época llegaron muchas familias de fuera del pueblo para trabajar en la presa de Undurraga. Había hasta tres familias por piso, todas con niños pequeños", recuerda. Pili fue la primera hija de Rosa Mari. El último, Igor, cuenta con tan solo 31 años y de él dice que es "fruto de una mala siesta". Y es que Rosa Mari ya creía que no podía tener más niños pues contaba con problemas de ovarios. "Una salida milagrosa a un balneario de aguas sulfurosas convirtió el problema en un hijo", asegura.
Así las cosas, su hijo Igor es más joven que una de sus nietas, Maider, que cuenta con 32 años. Maider es hija de Pili, nieta de Rosa Mari y biznieta de Josefa. Maider tiene otra hermana, Janire, de 26 años. De sus biznietas, a Josefa le han llegado dos tataranietos: Kepa Barrenetxea y Arene Quintana, la quinta generación de vecinas de Areatza, que han jugado en el río, han cogido zapaburus, han paseado por Iturrimorro y han pisado las empedradas calles de la villa de las que hoy todavía recuerdan los guijarros "como de río" que las cubrían hasta su primer asfaltado. De su paso por la villa, además de los recuerdos, queda el árbol a nombre de la última generación de la familia de Josefa y Tomás, Arene, plantado con placa identificativa en honor a su nacimiento.