tras once meses de cruentos combates con el bando republicano, el 24 de junio de 1937 las tropas franquistas entraron en Orduña. Las dependencias del antiguo colegio de los Jesuitas -donde había estudiado el propio lehendakari del primer Gobierno Vasco, José Antonio Aguirre- fueron convertidas en un Campo de Concentración para la reclusión preventiva, clasificación y reeducación de prisioneros capturados en los frentes de Bizkaia, Levante, Aragón y Cataluña.

El campo permaneció abierto hasta septiembre de 1939 y por él pasaron más de 50.000 personas, la mayoría gudaris del Ejército vasco y combatientes antifascistas catalanes, aunque también hubo civiles, desde adolescentes hasta ancianos, que nunca habían cogido un arma. Todos ellos eran varones.

Hacinados, sin comida, sometidos al frío, la insalubridad y la brutal violencia de algunos de sus guardianes, los más afortunados apenas pasaron tres días en el campo para después ser trasladados a otros destinos. Algunos permanecieron semanas y meses, y muchos no sobrevivieron. Las cifras oficiales hablan de 24 muertos, aunque investigaciones recientes apuntan a que fueron mucho más.

Entre 1939 y hasta 1941, las instalaciones del colegio pasaron a ser la Prisión Central de Orduña, escenario de similares horrores y de una elevadísima mortandad, ya que se han documentado 201 fallecidos. Sus cuerpos fueron enterrados en el cementerio municipal de Orduña sin lápida o inscripción alguna que los recuerde ni que determine la ubicación exacta de sus restos

Durante su confinamiento en el campo y la cárcel, los prisioneros fueron utilizados como mano de obra en trabajos públicos y privados. Participaron en régimen de esclavitud en la rehabilitación de la Virgen del Txarlazo, la plaza de toros, el cementerio, el edificio de la aduana, el balneario o el puente de la Muera, entre otras obras.

El Ayuntamiento de Orduña, como titular del edificio en el que se establecieron el campo y la prisión, ingresó una nada desdeñable cantidad de dinero por la presencia de los internos.

Homenaje a exprisioneros Siete décadas después, Juan Larrinaga -natural de Ispaster y de 92 años- y Tario Rubio -de 94 años y residente en Barcelona- volvieron ayer a traspasar los muros de lo que fue el Campo de Concentración, hoy en día centro privado de enseñanza Nuestra señora de La Antigua.

Lo hicieron invitados por el Ayuntamiento de la ciudad en el marco de los actos organizados durante el fin de semana en memoria de los exprisioneros, los exconvictos y los fallecidos en defensa de la libertad y contra el fascismo y acompañados, entre otros, por el periodista y escritor Joseba Egiguren, autor del libro Prisioneros en el campo de concentración de Orduña 1937-1939.

Los recuerdos de aquella dura etapa se agolparon en la memoria de los protagonistas, pero no dudaron un instante en revivir el drama y contar su dramática experiencia a las centenares de personas que acudieron al acto. Juan Larrinaga tenía 18 años cuando cayó prisionero "en Barakaldo, y fue un regimiento de italianos el que nos llevó en camionetas hasta el Cuartel de Caballería de Vitoria desde donde nos mandaron al Centro de Clasificación de Orduña. Creo que fuimos prácticamente los primeros en llegar de los batallones de Euskadi", explicó.

En el campo de concentración estuvo retenido algo más de diez días "hasta el 31 de julio de 1937 y, de entre todo lo malo, no pasamos lo peor, fue la época menos cruenta", asegura. Aún así fueron muchas las calamidades que tuvo que soportar junto a sus compañeros. "Lo más terrible eran las noches. Nos metían en cuartos de unos 120 metros cuadrados a más de cien personas y teníamos que evitar las ratas". Durante el día pasaban las horas en los patios. "Tuve la suerte de ser recluido junto a varios vecinos y dos primos míos, podía charlar con ellos o matar el tiempo jugando al mus".

Tario Rubio, por su parte, se alistó con 17 años como voluntario en el ejército republicano "en defensa de la libertad y por un mundo mejor". En 1938 fue capturado por las tropas de Franco y hecho prisionero. Estuvo en ocho cárceles, en dos campos de concentración, y finalmente pudo cambiar los días de reclusión por el trabajo en el Valle de los Caídos.

Su paso por Orduña, donde estuvo cerca de 4 meses, fue mucho más traumático e inhumano que el de Juan ya que, entre otras calamidades, pudo comprobar la brutalidad del guardián conocido por El Manco. Tario lo define como "la persona más animal que he conocido en mis muchos años de cárcel".

Lo recuerda con claridad. "Le faltaban tres dedos y siempre llevaba una garrota en la mano. Nos hacía formar a todos en el patio. A la mitad de los presos les mandaba romper filas. A la otra mitad ponerse en círculo y empezar a correr a paso ligero. Al que caía al suelo le daba palos. Se sabe incluso que llegó a matar a gente".

Lo que sí compartieron Juan y Tario fueron los chivatos. "Había que tener mucho cuidado con ellos, sobre todo al cantar el Cara al Sol". Y también los piojos. "Eran tan grandes que hacíamos carreras de bueyes haciéndolos empujar duros".

Rosa y Josep Alsina acudieron también ayer a Orduña en representación de su padre, Josep Alsina de 95 años y que se encuentra impedido para viajar desde Calldetenes, Barcelona. "Aquí paso tres meses, a finales del 38 o principios del 39, después de ser hecho preso en el frente de Aragón". Sus relatos son también durísimos. "Recuerda sobre todo el trato inhumano y el hambre. Comían sardinas podridas y un plato de agua con siete garbanzos contados". Los piojos también aparecen en sus recuerdos. "Se reunían a matarlos y un joven murió infectado por piojos", explicó Rosa.