Hola, adiós, ¿qué tal estás?, Feliz Año Nuevo... Pasear con Marina, Ane y María Antonia por sus barrios es un no parar de saludar. Las tres son muy conocidas, y no solo por su veteranía, sino por ser buenas personas. Ahí es nada. Al menos eso dicen sus vecinos, aunque a ellas les dé pudor y se resten importancia. Prueba de que deben estar en lo cierto. “También otras personas trabajan mucho por Otxarkoaga”, dice la una. “Conocida en el barrio, por supuesto, pero por ser buena persona... hay buenísimas personas en Rekalde”, se quita mérito la otra. Se pongan como se pongan, tienen el gen solidario activo mucho más allá de las navidades.

Marina Montero

Vecina de Otxarkoaga, 70 años

“Mi hija me decía: Ama, que no somos Cáritas”

Marina Montero saluda sonriente Jose Mari Martinez Bubu

Nacida en “una aldea de la Galicia profunda”, Marina Montero ya correteaba con tres años por Los Caños, donde recalaron sus padres en busca de un porvenir. Tras vivir en “una chabola muy pequeña” en Irusta, la familia se mudó a Otxarkoaga. “Mi madre decía que les había tocado la lotería porque era un piso con tres habitaciones, cocina comedor, terraza y baño. Algo impensable para ellos”, cuenta. En el barrio pasó su juventud, participando en todo tipo de actividades y en la parroquia, donde germinó su implicación social. “Recuerdo que nos ponían las inyecciones de penicilina en un cuarto y nos enseñábamos el culo todos a la vez. La lucha fue lograr que nos las pusieran de uno en uno. Yo tendría 16 o 17 años y fui consciente de las necesidades y de que si no participamos, no conseguimos”, relata Marina, que conoció a su marido siendo monitora de tiempo libre.

Sentada en la trastienda del comercio que regenta su hija en el barrio, Marina repasa su vida laboral, desde sus trabajos en dos sastrerías hasta su negocio de dietética, donde despachó durante 23 años lo mismo hierbas que palabras de consuelo. “Las personas venían a charlar, a pedirme consejo. Incluso hice un curso del duelo para estar un poco a la altura porque me venía muchísima gente con el sentimiento de la pérdida. Es que no duermo, hija y me contaban historias increíbles. A veces solo con escuchar sus problemas, ellas mismas veían la solución. No me mojaba mucho porque no soy psicóloga y es difícil dar respuestas correctas”, explica, prudente y discreta. “Yo escuchaba y luego no se lo contaba a nadie”, da su palabra Marina, que también se formó en masaje terapéutico. “Mucha gente venía a soltar sus penas. Sus dolores venían de dentro”, recalca. La confianza que tenían en ella era tal que a veces hasta acudían a consultarle si lo que habían comprado en otra dietética le parecía adecuado. “Me confortaba mucho y yo me preparaba más para saber responder mejor”.

De puro buena, su hija le decía en broma: “Ama, que no somos Cáritas, que tenemos que pagar la renta y la luz”, pero Marina, si una clienta no sabía qué tomar, prefería “venderle una hierba de 2 euros antes que un producto elaborado de 12 para que probara. Nunca pierdes una venta por la confianza que adquieren en ti”.

Como secretaria de la asociación de comerciantes, conoció “muchas tiendas del barrio con problemas”, ante el auge de los supermercados y las compras por internet. También entabló relación con representantes de las instituciones, que la han “ayudado y reconocido” por su labor. “Mi forma de ser no es dura. Aunque tuviera que reivindicar una cosa, me decían: Parece no que pides, sino que das”.

A veces Marina daba y luego no le pagaban. “Había una chica: No cobro hasta últimos, ya me dejarías... y llegó un momento en que aquello se acumulaba. Me lo pagaron los asistentes sociales y me dijeron que no le volviera a dar. He tenido ese caso y el de alguna otra persona que me daba pena”, afirma esta mujer, que no escatima en abrazos con las vecinas mayores –“Marina, cuánto te echamos de menos”– y que da clases de teatro a menores y de costura y cocina en Cáritas. “Hace poco hice una empanada. Si haces algo por otra persona y la escuchas, percibe que no está sola y tú recibes más de lo que das porque resulta gratificante. Si no, la vida pasa”, comenta Marina, que peleó para que pintaran una rayuela en el barrio y alaba a “un capuchino que recogía a gente para comer en Navidad. Me encantaría tener esa generosidad”, dice ella, que va más que sobrada.

Ane Monje

Vecina de Rekalde, 87 años

“Habrá más gente que será como yo”

Ane Monje posa en la plaza de Rekalde Oskar Gonzalez

Hija de un maestro encuadernador de La Misericordia que murió con 102 años, modista y madre de cuatro hijos, Ane Monje no se explica muy bien por qué algunos de sus vecinos la han señalado a ella por su bondad. “Habrá más gente que será como yo”, comparte el protagonismo y especula con que quizá la hayan elegido porque participa “en muchas cosas: en Autopista Kanpora, en la asociación Vaso Poético, con la que recito en residencias... En todo lo que ha habido para mejorar Rekalde me he metido porque hemos sido un barrio un poco abandonado y hemos tenido que hacer muchas reivindicaciones”, destaca esta mujer, que también ha colaborado en recogidas de alimentos o ropa para las personas necesitadas y en las cuestaciones de la asociación contra el cáncer, con la que colabora.

A sus 87 años, sentada en un banco de la plaza de Rekalde, Ane lamenta no poder arrimar el hombro como antaño. “Al ser más mayor y, como mi marido tuvo una caída, he tenido que dejar muchas cosas y eso que viene una persona del Ayuntamiento para ayudarme y mis hijos siempre me dicen: Ama, no dejes de ir a tomar el cafecito con las amigas”. De todos modos, tiene más que cumplido el expediente. “Cuando las inundaciones, tuvimos mucho trabajo en los barrios altos. Yo llevaba tortillas de patata para los que colaboraban”, recuerda. También las cocinó para “los hombres que vivían en Artazu Bekoa y arreglaron la carretera para poder bajar con un cochecito o lo que fuera, porque estaba sin asfaltar”. Vamos, que ha batido docenas de huevos por la causa y alimentado a los voluntarios de medio Bilbao. Solo de oírlo, ríe a carcajadas.

En el colegio del Sagrado Corazón, donde estudiaban sus hijas y “luego el pequeño, que fue de los primeros niños que cogieron”, Ane colaboró custodiando “el patio, que no tenía puertas ni nada, para que no entraran chavales de otros sitios a jugar”. En la escalera de su vivienda contaron asimismo con su buena disposición. “Solía ayudar a la del último piso, que tenía que ir a trabajar. Estaba un poco con los niños hasta que venía su marido, pero tampoco es que haya hecho mucho más”, comenta con humildad esta octogenaria, que estaba a punto de ser bisabuela, “que no tiene nada que ver”, pero es imposible callárselo. “Yo estoy muy satisfecha de poder ayudar, no es que esté haciendo grandes cosas, pero en lo que puedo...”, dice como despedida.

María Antonia Montiel

Vecina de Basurto, 91 años

“Si alguien necesita algo, allí estamos alguna”

María Antonia Montiel pasea, bajo el paraguas, por las calles de Basurto Jose Mari Martinez Bubu

Maestra, administrativa y modista, madre de seis hijos y un nieto al que también ha criado, se diría que María Antonia Montiel ha nacido para ayudar. “Es que te pasas, no paras un segundo”, le dice la gente y ella responde que “organizándote, el día te da para hacer cositas”. Y con “cositas” se refiere a ir a cantar villancicos a la residencia “para que sigan sintiendo que pertenecen al barrio”, visitar a personas mayores que viven solas en su casa o en el hospital o tramitar las ayudas de emergencia para que tres viudas puedan encender la calefacción “porque no se lo habían hecho los hijos”. “Que una señora con 80 o 90 años pueda estar en casa calentita, sin abusar, me pone contentísima. Luego me ven por la calle y me dan unos besos...”, cuenta esta mujer, que ha vendido doce tacos de la lotería de la coral. Un buen indicativo de que es más que querida en Basurto.

A sus 91 años, María Antonia ha vivido casi de todo: las bombas que destruyeron su caserío en Kobetas, la pérdida de su padre en la guerra, el exilio, una década interna en la Casa de la Misericordia... Un bagaje que le ha dotado de una fortaleza envidiable y una capacidad de lucha y entrega infinita. De hecho, intercedió para que no encarcelaran a su madre y a otras mujeres de republicanos en Larrinaga y los seis años que vivió en Rekalde, antes de casarse, dio catequesis a niños y los subía al monte porque sus madres eran interinas. “A las chicas que trabajaban en Industrias Mecánicas, que no sabían escribir, les leía las cartas de los novios o los padres y les daba alfabetización”, recuerda.

Sentada en la cocina de su domicilio, en Basurto, María Antonia repasa su labor en el barrio, donde se remangó para construir la parroquia –“nos enseñó el albañil a poner los ladrillos”– y colaboró para que “la gente que vino con el aluvión de los trabajos que había en Euskalduna y en la Balco” tuviera un techo. “Si tenían tres paredes levantadas y una tejavana, aunque fuese de cartón, les dejaban seguir y les ayudábamos con todo lo que pillábamos”, reconoce. También con medicinas, comida, ropa...

Por si tuviera poco con su prole, María Antonia ayudaba a hacer los deberes a otros niños, cosía gratis para el grupo Beti Jai Alai, participaba en las asociaciones de padres, intermediaba para buscar trabajo, reagrupar familias o que a ningún bebé le faltara la canastilla... “Tampoco es gran cosa”, dice, pero por algo le premiaron en su día los vecinos y el ayuntamiento. “Si alguien necesita algo, allí estamos alguna”, asegura satisfecha porque “dar de lo que te sobre no es gratificante, pero dar de lo que no tienes, ya sea dinero o tiempo...”.