Juan Mari tiembla al abrir la puerta. No sabe lo que se va a encontrar al otro lado. Durante nueve meses, una familia okupa ha estado viviendo en la casona que heredó de su tía en Begoña y hoy, por fin, puede volver después de que un juez les haya ordenado que abandonen la vivienda. Lo que ve le deja la moral por los suelos: basura por todas las esquinas, colchones amontonados, cristales rotos, sillas tiradas de cualquier manera en un balcón... “¿Quién puede vivir en estas condiciones?”, se pregunta mientras cierra todas las ventanas de casa, que la familia dejó abiertas de par en par.

La pesadilla de Juan Mari Gandiaga comenzó el pasado abril. Un martes fue a recoger unas calas del jardín para llevarlas a la basílica y el domingo le llamaron sus vecinos para avisarle de que una familia había entrado en su casa. “Salí a las 10.00 de la mañana y no volví hasta las diez de la noche. No me lo podía creer”, rememora. Tras meses de juicios, recursos y apelaciones, el juez ordenó finalmente a mediados de enero que la familia debía abandonar la casona, ubicada en una urbanización privada del barrio de Dolaretxe. Tenían de plazo hasta ayer pero el mismo miércoles ya se habían marchado. “No quise venir solo; me acompañaron el abogado y algunos vecinos. No vaya a ser que encima me digan que yo he destrozado algo...”, lamenta. “No me puedo creer que a mis 72 años tenga que andar así... Ahora solo pienso en todo lo que hay que limpiar aquí; van a salir varios contenedores. Y poner una alarma de seguridad, eso lo primero”.

Un vistazo al jardín, de estilo Versalles, avanza lo que esta familia ha dejado tras su paso: junto a una bañera y la estructura de una barbacoa, hay ropa y zapatillas de deporte esparcidos por los parterres, botes de suavizante, bidones e incluso una tabla de surf infantil. En el antiguo lavadero, donde también estaba la caldera, se acumula la suciedad. En el interior de la vivienda, de tres plantas y más de cien años de antigüedad, la escena es casi dantesca: los okupas han amontonado alfombras, colchones y cuadros; hay papeles y botellas de plástico por todas las esquinas; las cortinas están destrozadas, prácticamente no queda un cristal en las ventanas y hay ropa tirada por todos los rincones. En la bañera de uno de los tres cuartos de baños se acumulan cajas de cartón, botellas de refresco e, incluso, un par de muletas. Mejor no mirar el interior del inodoro... “Todos los desagües están atascados”, explica Juan Mari, mostrando las humedades que asoman por las paredes enteladas del comedor. De los techos cuelgan cables pelados del tendido eléctrico. “Di de baja la luz pero han hecho algún empalme para tener electricidad”. Pero la imagen más escalofriante aguarda en la segunda planta. En una de la habitaciones, el olor es nauseabundo -“y eso que ha estado ventilándose”- y dentro del armazón de una cama se acumulan las heces de perro. “Debían tenerlos aquí, al parecer para que nadie entrara si ellos no estaban. Si no, nadie lo entiende teniendo un jardín tan grande”, reflexiona. “Aquí había un reloj antiguo que se han llevado”, señala Juan Mari en el distribuidor. También echa en falta algunas piezas de plata. “Ha terminado una pesadilla, pero lo que nos hemos encontrado aquí...”. No es capaz de terminar la frase.