BILBAO - La realidad de Zorrotzaurre es un observatorio de convivencia digno de estudio. Contigua a los pabellones donde sobreviven estos jóvenes tan diferentes y con tanto en común residen tres familias en una casa que se ha quedado como dicen ellos “en medio del fuego”. Una de estas vecinas, de 84 años, se ha resignado ya a no salir por la tarde y las otras dos parejas con hijos que viven en el mismo edificio no les permiten salir de casa si no es con ellos en coche. Aun así, lamentan la situación de los jóvenes y se solidarizan con la penosa situación que les está tocando vivir.

El edificio necesita también una profunda rehabilitación, pero estos vecinos no saben qué será de ellos, así que a la incertidumbre sobre su futuro suman ahora esta extraña situación. El portal está cerrado a cal y canto y si no fuera porque la ropa tendida avisa de que hay vida en su interior se podría pensar que el edificio está deshabitado. Pero el cartero ha dejado bajo la puerta una carta y una mujer se asoma a la ventana. Es Mari Cruz. Lleva 55 años viviendo en esta casa. “Hace ya un tiempo que decidimos cerrar el portal con llave y como hay no hay portero no nos enteramos si alguien llama, pero hubo problemas y tuvimos que tomar esta decisión”, señala. La mujer dice que con los años se ha vuelto miedosa. “Aunque no dan problemas ni son ruidosos, pero impone ver a tanta gente en estos sitios”. Ella incluso los ve por la ventana, la misma desde donde sube el olor de la porquería a pesar de ser un tercero. Ahora ha venido su hijo que estaba en Australia y ya no teme por ella sino por él. Pero, su hijo, Javier Conde, no tiene miedo. Más bien “lástima de que gente joven se vea abocada a vivir en esa situación”.

D e hecho, ya lo adelantaba Anabel, son los propios vecinos los que han contactado con una asociación de refugiados para que les den ayuda para atender al colectivo más numeroso y el más vulnerable si se pueden establecer grados de la miseria. Lo que decía Anabel, vecina de Zorrotzaurre, en estas misma páginas era verdad. “Viven entre ratas, suciedad, mal olor, pero es su techo”.

Lo que ocurre es que la solidaridad a veces recibe zarpazos como cuando ven que uno de los vecinos ha recibido una paliza brutal. “Creía que no iba a volver a ver a sus hijos porque después de que le habían robado el móvil seguían pegándole con palos”, relata Anabel. Y pese a ello, “sigue pensando que no son las personas, sino las condiciones de vida las que les han llevado a ser violentos”. Pero el día a día se impone y las hijas de los dos matrimonios que viven en esta casa contigua a los pabellones no se atreven a salir solas ni de día ni de noche. -Olga Sáez