Un juguete traído de EE.UU. entretiene a los niños de Santutxu
Un juguete traído de Estados unidos hace casi sesenta años entretiene a los niños que pasan por la calle Juan de la Cosa
DA igual que durante muchos años haya sido una droguería y actualmente sea un centro de estética. En el barrio, en Santutxu, todo el mundo conoce el establecimiento como “la tienda de los patos”. La culpa la tiene un juguete traído de Estados Unidos hace casi sesenta años que lleva entreteniendo desde el escaparate de un comercio a tres generaciones de niños que han pasado y pasan por la calle Juan de la Cosa. Se trata de dos patitos que giran sin parar sobre un pequeño recipiente de agua. Ese simple movimiento es el que hace que muchos niños se queden absortos mirando los patitos y sus madres aprovechen el momento para darles de merendar. Últimamente se han hecho famosos hasta en las redes sociales, algo que le enorgullece a su dueña, Idoia Anguiano, que, a pesar de transformar el negocio familiar, decidió mantener a los patitos de cara al público “porque esto ya forma parte del barrio”, afirma.
La historia de los patitos se inició cuando Eduardo Sánchez de Luna, el abuelo de Idoia, que era marino, se fijó en ellos durante un viaje que hizo a Estados Unidos, concretamente a Nueva York. “Él traía muchos productos de América”, cuenta Idoia, “porque allí todo estaba más adelantado”. Esa era una de las formas de suministrar artículos para la droguería que abrió con su mujer en Juan de la Cosa, cerca de La campa del muerto. El comercio llevaba el nombre de ella: Balbina Cervero. “Vendían muchas cosas”, dice Idoia, “productos de perfumería, droguería y artículos de regalo”. Todo excepto los patitos, a pesar de que “muchas personas entraban en la tienda con intención de comprarlos”, según le han contado. Los patitos estaban en el escaparate y “llamaban mucho la atención”. Tras enviudar Balbina, ella se quedó sola al frente del negocio, pero acabó recurriendo a su yerno, Carlos Anguiano, para que le echara una mano”. “Mi aita”, dice Idoia, “se metió en el negocio por circunstancias, porque él era sastre”. Cambió las tijeras y el centímetro por el despacho de colonias y perfumes. Y así estuvo, primero ayudando a su suegra y posteriormente como responsable del comercio, hasta que le llegó la hora de jubilación en 2001. Fue entonces cuando Idoia decidió continuar, pero “cambiando de actividad, ya que yo tengo mi profesión”, señala. Transformó la droguería en un centro de estética. Y surgió el problema. “¿Qué hago yo con los patos?”, dice que se preguntó. La contestación la tuvo en casa. “Me dijeron que ni se me pasara por la cabeza quitarlos porque los patos eran una institución en la familia”, recuerda. Así que no tuvo más remedio que mantenerlos.
Pegados al cristal Ella misma lo puede comprobar todas las mañanas cuando levanta la persiana del negocio y los niños que van a los diferentes colegios que hay en la zona se paran para observarlos. “No te puedes ni imaginar las conversaciones que tienen los niños acerca de los patos”. También sufre el éxito que tiene el juguete, ya que casi todas los días tiene que limpiar las huellas dactilares “y hasta de chupa chups” que dejan los niños en el cristal. Pero no le importa, Idoia disfruta viendo y escuchando los comentarios de los pequeños. “Los niños no cambian”, dice.
Todos se quedan perplejos ante dos patitos que giran sin parar. “El mecanismo es básico y sencillo”, dice Idoia. “Los patitos tienen un imán y la maquinaria que hay debajo del recipiente les hace dar vueltas”. Así están todo el día, hasta que a las 10.00 de la noche dejan de funcionar. Eso conlleva un mantenimiento que Idoia lo consigue gracias a una amiga que restaura los seis patos que tiene (aunque solo expone dos, de forma que los va turnando) y a un señor que se encarga del motor de la maquinaria. Los abuelos de Idoia, sobre todo Eduardo, estarían muy orgulloso de saber que los patos que trajo de América siguen chapoteando en el agua y se han convertido en el símbolo de un negocio y de un barrio.