BILBAO. Se marchó la mujer de la sonrisa dulce, una luz de inteligencia y buen humor en la sombra. Lo hizo en los últimos tiempos acompañada de su prima Lucía, que vino desde México para darle cuidados y compañía. Jamás quiso -y menos aún en su lenta muerte...- las luces del foco. "Al Ayuntamiento voy poco porque allí se va a trabajar y yo no quiero interrumpir", dijo en la cuarta sesión de investidura de Azkuna, cuando su presencia en el Salón Árabe eclipsó el solemne acto. "Es un hombre duro pero hoy le he visto emoción en la mirada", dijo, devolviéndole el resplandor.
México le hervía en la sangre. Tanto que incluso entre sus amigas recordaba su casa natal naranja de la plaza de Santa Catalina, en Cuyacán (México), "muy luminosa y con una hermosa pajarera", según recordaba ayer Celina Pereda de las miles de conversaciones mantenidas con Anabella. "Estaba muy vinculada con el servicio público, conocía bien ese rasgo de carácter de la política. No en vano, era descendiente de Don Belisario Domínguez, un gran defensor de los derechos de los pueblos indígenas.
¿Cómo serían aquellas tardes en París, aquellos paseos por los alrededores de la Sorbona donde Anabella estudiaba Filología francesa con una beca (acaba de llegar de Nueva York, donde había cursado estudios...) y Azkuna reforzaba sus conocimientos de Medicina...? Son asuntos que quedan sellados en el álbum de la memoria de Iñaki, quien ha reconocido que aquellos baldosines han sido testigos de algunos "pecados de juventud" como participara en una manifestación contra el sha de Irán. ¿Iría ella a su lado...? Nadie lo sabe. También fueron largos aquellos días de Nueva York, hace cuatro años, donde Anabella acompañó al alcalde a tratarse de sus dolencias. "Lo de Estados Unidos fue muy duro y esto, lo mío, también ha sido duro, pero me ha cuidado mucho. Ahora ya no nos desune nada", dijo entonces. Hubiese sido algo extraño por los lazos que les unen. Anabella repitió en más de una ocasión que la madre y la hermana de Azkuna le acogieron como una más.
Lectora apasionada de Balzac -habrá sentido, supongo, la sensación de Honoré cuando dijo aquello de que "el amor crea en la mujer, una mujer nueva; la de la víspera ya no existe al día siguiente"...-, melómana, mujer de mil y un inquietudes y no menos amigas, su huella ha quedado impregnada en una activa y rica vida social, más allá de los flashes. "Le gustaban, sobre todo, las actividades culturales y humanitarias". Esa sentencia se repetía una y otra vez entre quienes ayer la lloraban. Y la lloraron muchas amigas que recordaban cómo "no le gustaba nada el papel principal.
Ella quería estar siempre en segunda fila: más entre amigas que entre nombres propios de ringorrango", señalaba ayer una voz amiga entrecortada. "Amaba el Bilbao que se hacía a pie", añade antes de bañarse entre lágrimas y colgar. La última voz de la noche puso la lírica al recordar al escritor y poeta uruguayo, Mario Benedetti, cuando dijo, con claridad: la muerte es una traición de Dios.