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El Bilbao de los mundos perdidos

La capital vizcaina esconde numerosos rincones secretos entre su dédalo de calles y edificios

El Bilbao de los mundos perdidosFoto: zigor alkorta

Bilbao

Existen aún un caserío en el corazón de la calle Iparraguirre, unas escaleras de corte andaluz en Bertendona o un jardín de las delicias en la calle La Esperanza...? Toda una cartografía de rincones secretos, de lugares que han sobrevivido al avance de la civilización, se mantiene en pie en la trastienda de la ciudad. No es fácil dar con ellos -de serlo, los terribles bulldozers los hubiesen derribado a dentelladas secas y calientes...- pero un recorrido por esos mundos perdidos de Bilbao desvela que hubo un tiempo en que las cosas eran diferentes, días en los que las banderas del esplendor de la villa se izaban en otros lugares a los que hoy se reconocen.

Zona alta de la calle Iparraguirre, donde antaño se levantaba el cine Olimpia y hoy abre sus puertas una residencia para la tercera edad. Los vecinos más antiguos recuerdan la vieja sala de espectáculos, tantas veces alfombrada por cáscaras de cacahuetes. Evocan la figura de aquel pobre hombre que se lanzó desde el paraíso, envuelto en una suerte de capa, hasta el patio de butacas al grito de ¡Shazam! Como no era un superhéroe -ni del mismito Bilbao centro, dirían los más chirenes...- el descalabro fue morrocotudo. Recuerdan esa y otras historias, pero poco saben del caserío fantasma que aún persiste en el patio de luces de esa manzana: un edificio, hoy en plena restauración, de acceso laberíntico y que mantiene la arquitectura típica de los viejos baserris de Bilbao, aun encajonado por bloques de casas que impiden que su fachada -no sólo su fachada: las cuatro paredes de la casa...- vean la luz.

Se diría que ha sobrevivido por el arte del camuflaje, algo habitual en la zona si se juzga que en el número 55 de la propia calle, apenas un par de dorsales más abajo, abre sus puertas el Museo Benedicto, un espacio que nace espontáneamente de una promesa hecha por el pintor Benedicto Martínez a su esposa Esperanza en 1990: regalarle un museo por sus bodas de oro. Los amigos escultores donaron figuras de bronce patinado inspiradas en los cuadros de su amigo el pintor. Desde el 14 de junio de 1997, la promesa está cumplida, en el primer piso. Puestos en esa estampa bucólica, a media altura de la calle Urizar, otro caserío abre sus puertas. Guarda la iconografía clásica de la talla de piedra y un emparrado recién restaurado que llama la atención del paseante, atónito ante la aparición de un edificio rural en medio de la ciudad. El lugar sorprende al visitante ocasional, casi tanto como las casas de los ferroviarios que, pintadas de diversos colores, dan vida al cercano barrio de Irala.

Vuelta la esquina según cae la ripia Iparraguirre a la derecha, asciende la calle San Mamés. Allí mantiene su actividad un taller de marcos llamado Molcris. Se diría que la estampa no ofrece nada de singular, sino fuese porque pervive en el callejón Zollo, un lugar subterráneo de angosto paso y sin salida que evoca a las viejas calles del siglo XIX, preparadas para la emboscada o el arreo de carros (los surcos se ven aún en el suelo...), según se tercie. Si el lector dejase volar su imaginación, bien pudiera descender hasta Barroeta Aldamar. Allí el cocinero Aitor Elizegi acaba de rescatar del olvido un viejo almacén de sal, un sótano del que se conserva un contrato de compraventa en el que se recoge una transacción comercial entre los padres de Blas de Otero y de Sabino Arana. Basta cerrar los ojos y hacer un esfuerzo (absténganse mentes obtusas...) para ver el carro de bueyes y su traqueteo desde el callejón al almacén y viceversa. He ahí un ejemplo de historia ficción.

¿Otro? Hay que detenerse en la calle Euskalduna, donde tuvieron su gloria el frontón del mismo nombre y la sala de fiestas Pumaniesca. A un paso de su desembocadura en la calle Hurtado de Amezaga aparece otro callejón, en este caso abierto al cielo. Según se entra al mano izquierda -y casi al fondo del saco...- existe un portal singular. Tiene las escaleras a la vista, serpenteando hacia el cielo y las puertas de las casas se suceden en galería, con un surtido de plantas que convierten la escena en un patio andaluz. Se diría que ese portal es el faro de un mundo oscuro.

¿Hubo un tiempo en que Bilbao contó con una réplica, a escala, de los jardines colgantes de Babilonia...? El mismo chirene de antes diría que sí, pero quizás no alcance a tanto. Lo que es verdad es que el Colegio Zabalburu, enclavado en la calle La Esperanza del Casco Viejo, ocupa los solares del antiguo convento de la Esperanza. Con el pseudónimo de Peter de Fable, propiedad de un viajero asturiano aficionado a las letras, un viejo relato describe los jardines del convento como un "bálsamo de paz y remanso de guerras remotas". El edificio, junto al único frontón de la zona, fue edificado en 1562 y aún conserva en sus jardines piedras de la edificación príncipe y una sillería de coro del siglo XVII. El jardín es toda una delicia, incluso cubierto por la tela de araña del abandono. Su flora es la viva estampa del campo, con cientos de árboles frutales centenarios colgados de un acantilado que desemboca en el propio colegio. Los arqueólogos de la Historia han comunicado a la dirección del colegio que, en realidad, el sistema de bancales diseñado por la orden religiosa para desviar el agua en cascadas y evitar los turbiones que anegasen el convento es el gran tesoro del vergel que bien pudiera utilizarse como banco de pruebas para los estudiantes de jardinería. A ambos lados de los hermosos 4.000 metros cuadrados, casas con huertas y piscinas recrean una estampa de fábula, insólita en el corazón de la villa. Como insólito es el jardín escondido de la calle Henao, casi enfrente del Colegio de los Escolapios. Rincones de belleza dormida en una ciudad despierta.