HAY acontecimientos y situaciones que en principio parecerían habituales, sin mucha relevancia. Y, sin embargo, vividas con intensidad, muestran tantos colores que dejan de ser algo cotidiano para convertirse en un momento de esos que dan belleza a nuestra existencia. Lo que voy a contar brevemente, y que se refiere a uno de esos momentos intensos, comienza por el Athletic y con el acabaré. Antes debo contar qué es lo que me ha llevado a escribir este artículo.

A finales del año pasado, recibí entre sorprendido y lleno de alegría un correo de Javier Ucha, responsable de Relaciones Exteriores del club. En dicho correo se me invitaba al palco de San Mamés para que viera el partido que yo deseara acompañado de otra persona por mí elegida. Ni qué decir tiene que agradecí enseguida tal amabilidad y manifesté el orgullo que me producía. Se me decía, eso sí, que avisara con algún tiempo para poder organizarlo. Uno de mis hermanos, que sería luego quien me acompañase, me indicó rápido que a finales de diciembre jugaba el Athletic el partido de Copa de ida contra el Barça. Lo propuse y con la misma amabilidad lo aceptaron, quedando para ese día.

Ya en el campo, y concretamente en el palco, los saludos y contactos fueron excelentes. Guardo una foto en la que estoy, además de con mi hermano, con el presidente Urrutia y con Iribar. Una foto que me permite presumir en Madrid y fuera de Madrid. Iribar, sencillo como siempre, fue para muchos, entre los cuales me encuentro, una figura universal a la que admirábamos como a pocas. En ese ambiente tuve la suerte de coincidir con uno de esos partidos en los que el Athletic se entrega sin reservas. Y ganó al Barca a pesar de que quedó con nueve jugadores. Un espectáculo deportivo y humano por el que estaré agradecido siempre a la invitación que se me hizo desde el Athletic.

Expuesto lo anterior y dibujado el cuadro del que fui una pieza, me gustaría añadir algunas ideas. El Athletic nos enseñó lo que es el fútbol. No me refiero al negocio, el movimiento de masas o el puro espectáculo, sino al fútbol en cuanto tal, a esa mezcla de arte y de ciencia que se manifiesta en la lucha entre dos equipos. Ahí se puede aprender de compañerismo, de saber perder, de fair play. Y en un plano más ajustado al juego y sus reglas, la competitividad muestra elementos bien interesantes. En algún lugar dije que el fútbol es hacer pensar a los pies y después esta definición la han repetido otros. Pero no solo es eso. Quien es un maestro driblando probablemente tiene muy desarrollada una parte del cerebro, del lóbulo frontal en concreto, que a otros les falta. Y quien tiene una visión del campo como la tenía, acuérdense los mayores, Panizo, rivaliza con aquellos que, como los ajedrecistas, poseen una inmensa capacidad espacial. Critiquemos la violencia, la parcialidad o tantos defectos más que pueden situarse en el entorno del fútbol. Pero reconozcamos sus valores teóricos y prácticos.

En segundo lugar, el club se insertó en nuestra niñez y en nuestra adolescencia. Era un símbolo que, por otro lado, se unía o sintonizaba con otros símbolos que, de alguna manera, ponían en evidencia a la dictadura. Y que han continuado, con la relativa fuerza que tiene un símbolo y que no deja de ser una señal o signo de una determinada situación, hasta nuestros días. Todo ello ligado, cuando uno es adulto o ha salido de su tierra, a la llamada del retorno a los orígenes. Aunque se encuentre a gusto en otro sitio, sonará con cierta melancolía la música de aquel lugar en donde, casualidades del destino, hemos nacido.

Se suele objetar que el fútbol es enemigo de la cultura, que impide la reflexión y el enriquecimiento personal. Hay no poco de verdad en esta acusación. Pero puede haber otro enfoque. Y consiste en considerar este deporte como parte de una comunidad. Cada pueblo tiene sus ritos, sus costumbres y un conjunto de tradiciones que lo caracterizan. Y ahí se sitúa también el Athletic. Y cuando hablo de comunidad lo hago en su sentido pleno. Con otras palabras, como aquel trozo de este mundo que, por un lado, tiende la mano a los otros fragmentos de dicho mundo con la intención de hacer una tierra mucho más justa; pero que, por otro lado, tampoco desea que le impongan nada. No es que se crea autosuficiente. Se cree autónomo y libre.

Se ha dicho, y no sin razón, que uno no debe ser totalmente y de modo absoluto de ningún sitio. Yo añadiría, para completar lo anterior, que con la misma razón podemos afirmar que nunca habría que olvidar la cuna. En este caso es una cuna que tiene pintada los colores rojo y blanco.* Filósofo