lA dificultad estaba ahí, en esa mecánica que los clásicos del fútbol llaman la lectura del partido. Por aquello de que los carteles y programas de mano previos al partido anunciaban un encuentro entre iguales. Ambos equipos salieron en la primera mitad como dos pistoleros de leyenda salían a la calle central de OK Corral, a mirarse a los ojos sin desenfundar. San Mamés, que guardaba cierto recelo tras lo visto antes del parón, temió lo peor. Otro partido sin pan ni sal, otro cruce de miradas sin sangre. Tenía su porqué. No en vano, tanto Athletic como Villarreal disputaron 45 minutos, los primeros, bajo el yugo del corsé. No se concedía un metro, una brizna de hierba, un saque de banda de más. Todo eran cálculos y fuerzas ahorradas para lo que estaba por venir. Si es que estaba...
Como en el Lejano Oeste, en el fútbol también ocurre con cierta frecuencia: tumba a su adversario aquel que huele el plomo antes. Ya de salida en la segunda mitad, cubierto el ritual de los bocadillos en las gradas y sacudido el polvo de la precaución en el vestuario, el Athletic salió a por el balón y con la cartuchera bamboleante. Fueron entonces los leones de siempre, los que tocan arrebato y dejan sin respiro a su adversario en San Mamés. Iñaki Williams se desgañitaba y la tuvo y Aritz Aduriz dio con el revés de su moneda: a cada buen remate surgía otra excelente parada de Sergio Asenjo. El Athletic iba ya espoleado por los suyos desde las gradas (se escuchó varias veces el “Iñigo Cacabas, justicia”, un problema que lleva camino de enquistarse...). Iba una vez y otra. Y otra más, mientras los hombres de Fran Escribá se mantenían firmes en su idea: ni un riesgo de más, ni un cálculo de menos. Si pasan dos minutitos más, si cedemos un metro menos... Eso sí, las piernas comenzaban a flaquearles cada vez un poquito más ante cada embestida. Mikel Rico no paraba, arriba y abajo, Williams tiraba mil y un descartes; Raúl García sujetaba a la lagartija del balón por el rabo con controles orientados... ¿Controles orientados, dije? De repente llegó el mejor de la noche, aquel balón cuya nieve (caía desde bien arriba...) templó Aduriz para cruzársela a Asenjo. Y de nuevo le apareció el guardameta, ayer en estado de gracia para desgracia del delantero. El balón quedó muerto y ahí emergió otro clásico del western que tantas veces se olvida: el sepulturero. Raúl recogió aquel cadáver y ¡zas!, matarile.