Julián sabe lo que es morir cada día. Por eso ha aprendido a resucitar, a buscarse en los ojos de su familia, en los de su psiquiatra, su abogado, sus amigos… Incluso con miradas de incomprensión –que las ha habido, reconoce–, todos han ocupado un lugar a su lado durante los tres largos años que han transcurrido desde que se contagió de covid-19 haciendo su trabajo. No olvida aquel día que se sintió enfermo. No puede por más que lo intenta. Otras cosas, sin embargo, se le escapan con solo pestañear. “Hay veces que abro la nevera y ya no me acuerdo para qué…”, silencia apretando los dientes.

Es uno de los daños colaterales que el SARS-CoV-2 ha dejado en su vida –de momento para siempre–, pero no el único. De hecho, las secuelas orgánicas que arrastra son de tal envergadura y evidentes –acentuadas por un ictus mientras guardaba cuarentena– que el Juzgado de lo Social número 2 de Bilbao le ha reconocido en una sentencia la incapacidad permanente absoluta a este celador de un centro sanitario privado diagnosticado de covid persistente. Se trata del primer veredicto de esta naturaleza en Euskadi que anuda todos esos términos en un documento oficial porque los otros habidos hasta la actualidad (uno en Araba y dos en Gipuzkoa) son todos revisables; el primero de ellos, el de una enfermera, este próximo mes de marzo, precisamente.

De ahí la trascendencia de esta resolución judicial que abre una puerta para que a otras personas con su mismo cuadro clínico, con coronavirus persistente, también se les reconozca una incapacidad permanente y absoluta derivada de accidente de trabajo. “Los que llevamos desde un principio con la pandemia, la verdad es que no tenemos vida. Una vida sin vida. Es triste pero es así. Por eso me encantaría que otras personas que están así, parecido, tuvieran la suerte de ser creídas”, expone en declaraciones en exclusiva a DEIA, mientras enreda los dedos de sus manos.

“Una ruina total”

No es que haya datos estadísticos oficiales sobre este asunto del covid persistente o long covid, pero se calcula que entre el 5 y el 10% de la población que contrajo el virus ha desarrollado esta enfermedad que él, desde su experiencia, describe como “silenciosa”. Lo hace molesto y disgustado –sin excesos, porque tampoco es muy recomendable para su salud física y mental– porque no puede entender esos gestos de duda y comentarios malintencionados que todavía escucha a veces. “Esto es muy duro. Una ruina total. Salud. La salud lo es todo, nada del dinero…”, telegrafía.

“Es que me da una grandísima pena que esto no se crea y que haya gente que especule con nuestra enfermedad”, desembucha con la mirada fija en una taza de café. Así lo entienden también desde la Asociación Long Covid Euskal Herria que da consejo y apoyo emocional a personas como Julián, que pasó 40 días y 40 noches en su habitación y que nunca ha vuelto a tener un despertar como los que vivía antes de aquel 20 de marzo de 2020. Familia, ocio, trabajo… Todo dañado o hundido. En un abrir y cerrar de ojos, casi casi.

Apenas dos semanas antes había protagonizado una especie de desafío con un amigo: una crono al Alto de Santa Águeda, en Kastrexana; estaba corriendo el kilómetro en menos de 3 minutos y medio... Pero llegó el bicho. Fue el primero en caer en el centro privado en el que llevaba siete años como celador. La baja y de seguido un ictus. Cinco meses en la Unidad de Rehabilitación de Daño Cerebral de Cruces. Y un tribunal que pasados los 18 meses de rigor estampó la palabra ‘Apto’ en el informe médico. “Pero es que seguía con mareos, con esa niebla mental que no se me ha ido...”.

La empresa le trasladó su intención de volver a contar con él, pero Julián les comunicó que en ese estado no podía asumir ninguna carga de trabajo. “Y cuando voy a la oficina del paro me dicen que no tengo derecho a paro porque estando de baja me lo había comido todo, que no era por un accidente laboral sino por una enfermedad común”, recuerda abatido. No estaba preparado para eso. El mundo a su alrededor se desinfló. Y eso que había sobrevivido al ictus y años antes, en 1996, le plantó cara a un tumor que le había descabalgado antes de tiempo del ciclismo profesional. La temporada anterior había hecho tercero en la mítica Subida al Naranco, por detrás de Perico Delgado y por delante de otros grandes escaladores como Fernando Escartín, el colombiano Oliverio Rincón o Chaba Jiménez.

“Lo más importante es no caer”

Julián, Juli o Julito –como le llaman en su círculo de confianza– militaba entonces en el Euskadi-Petronor, la semilla del Euskaltel-Euskadi. De apellido, Barcina. El mismo que ostenta el récord de victorias y podiums en la exigente Subida a Gorla (Bergara). El mismo que hoy en día tiene que apuntar cuidadosamente y en lugar visible las citas médicas, los deberes que le ponen en casa para telefonear a una u otra persona… Su psiquiatra le está ayudando a dejar atrás pensamientos destructivos. Que los ha tenido. “Es que le das vueltas a las cosas. Imagina estar veinte horas sin hacer nada porque no puedes hacer nada… Lo más importante es no caer abajo. Por la familia sobre todo”, despacha.

La siguiente palabra que sale de su boca es “luchar”. Y calla otra vez. Le cuesta arrancar. Tiemblan sus manos tímidamente, pero son tozudas en la expresión de sus emociones. Frota sus ojos. Y recapitula: “Lo más importante es luchar. Pero a veces el estado de ánimo es agotador”. Se acuerda también Julito de todas las personas que como él conforman el pelotón multicolor de las víctimas silenciosas del SARS-CoV-2. Muchas han visto su salud tan deteriorada que ya no pueden trabajar. Se quedan sin ingresos, no pueden hacer frente a sus rutinas diarias... Él echa de menos su trabajo. Y salir a pedalear y a zapatear. Todo. “Es que no puedo con mi vida. Se me ha acabado la gasolina”, encadena. La vitalidad parece escapársele, pero basta con que se acuerde de la familia y de sus años en bici para rescatar su sonrisa, humilde, y la ilusión. “La sentencia me ha quitado un peso de encima”, reconoce. Por eso anima a la gente a no perder la esperanza y buscar asesoramiento.

El apunte

Sentencia. Julián fue diagnosticado de “covid largo, síndrome de fatiga crónica post covid, síndrome depresivo grave reactivo a covid persistente”. Como consecuencia sufre de “fatiga, mareos, inestabilidad, insomnio, niebla mental y taquicardia, así como deterioro cognitivo que afecta a la atención, velocidad de procesamiento de información, deterioro de habilidades de planificación y organización y memoria de trabajo, incompatible con un rendimiento laboral”, entre otras, detallaron desde ELA.