No hay que lamentar heridos, pero seguro que más de uno y de una hiperventiló cuando se enteró de que cancelaban el campamento al que solía apuntar a sus hijos. Patricia Pascual, directora de una empresa de servicios educativos y de ocio que sigue al pie del cañón, cuenta las dificultades con las que están lidiando por la pandemia.

¿Hay menos demanda de plazas en campamentos este año por el temor o se necesitan más que nunca?

—Las familias que lo necesitan nos han agradecido mucho que hayamos sacado las actividades, pero también hay mucho miedo. Los campamentos no están al máximo. Hay semanas que tenemos entre ochenta y cien niños y antes de la pandemia podían estar entre 200 y 300. Creemos que mucha gente está en ERTE y que al final han tenido que buscarse la vida porque hemos llegado tarde. Las empresas no hemos podido garantizarles al cien por cien que los campamentos iban a salir adelante.

¿Cómo se están arreglando quienes otros años recurrían a esta alternativa para poder conciliar?

—Las familias han tenido que tirar desgraciadamente otra vez de los abuelos, que es a quienes deberíamos haber protegido más, porque las empresas y las instituciones no hemos estado a la altura y no estamos dándoles el servicio necesario ni se está teniendo en cuenta la conciliación. Las mujeres están teletrabajando y a la vez cuidando a sus hijos. No se ha actuado bien desde el principio. La población infantil se ha dejado muy de lado. Los colegios podrían haber sido un buen recurso bien adaptados con monitores formados y unos buenos protocolos de seguridad. Podríamos haber dado un buen servicio a la población, que nos lo estaba demandando, y las empresas estábamos dispuestas a hacerlo. Ten en cuenta que desde marzo hemos tenido que cerrar la persiana y mandar a muchísimos monitores al ERTE y los que seguimos subsistiendo lo estamos pasando mal. Podríamos ser un recurso muy interesante para la sociedad.

Supongo que habrán anulado los campamentos en el extranjero.

—La mayor parte de empresas que trabajamos con viajes al extranjero hemos cancelado prácticamente todas las salidas. Algunas familias tenían un poquito de miedo, pero ha sido, sobre todo, por precaución porque no sabíamos cómo iba a avanzar la pandemia en otros países.

¿Han podido mantener al menos los que ofrecen en la naturaleza?

—El problema que tuvimos fue que no había un protocolo por parte del Gobierno vasco y no sabíamos las ratios ni las medidas de seguridad que teníamos que tomar las empresas. De los campamentos con pernoctación, solo hemos mantenido el de la granja escuela Baratze, que intuyó por dónde iría el protocolo y se animó a abrir a un 50%. Tuvimos que cancelar el resto de actividades.

Pero sí celebran campus urbanos...

—Nos arriesgamos a sacar los campamentos urbanos en Azkorri y tuvimos que montarlos, dar precios y hacer inscripciones sin saber muy bien a lo que nos íbamos a atener. De hecho, empezaron el día 22 y no fue hasta el miércoles anterior cuando nos mandaron un protocolo.

¿Qué ha cambiado este año a consecuencia de la pandemia?

—Hemos tenido que readaptar todas las actividades para hacerlas en exteriores. Intentamos utilizar el interior lo mínimo posible porque dentro los niños tienen que estar con mascarilla. No pueden utilizar material común, por lo que tienen que traer un pequeño kit de casa. Aparte, hemos tenido que comprar mascarillas, geles hidroalcohólicos y termómetros para tomar la temperatura a los niños. También pedimos a nuestras mutuas formación sobre el covid y los protocolos para ofrecérsela a los monitores. Digamos que hemos tenido que adelantarnos sin saber muy bien qué nos íbamos a encontrar. Luego, las ratios nos las han puesto en interiores a ochenta alumnos, que para nosotros son bajas. En exteriores, a 200. Hemos tenido que adecuarnos a la nueva situación.

"La población infantil se ha dejado de lado; los colegios podrían haber sido un buen recurso bien adaptados”